La Ciencia de la Cruz | WORD

La ciencia de la CruzEn el mes de septiembre u octubre de 1568 el joven carmelita Juan de Yepes, conocido hasta entonces con el nombre de Juan de Santo Matía con el que había profesado en el Carmelo, hacía su entrada en la pobre alquería de Duruelo, que había de servir de fundamento...

 


 

ESTUDIO SOBRE SAN JUAN DE LA CRUZ

PROLOGO

Nuestro intento en las presentes páginas es tratar de comprender a San Juan de la Cruz en la unidad de su ser tal como se manifiesta en su vida y en sus escritos y esto desde un punto de vista que permita captarla plenamente. No pretendemos ofrecer una biografía del Santo ni dar tampoco una exposición completa de sus enseñanzas; pero, tanto los hechos de su vida como el contenido de sus escritos, los aprovecharemos para conseguir penetrar más profundamente el sentido de esta unidad.

Aduciremos profusión de testimonios a los cuáles trataremos de dar una interpretación que sirva para confirmar lo que la autora, a través de esfuerzos que han durado toda su vida, cree haber comprendido acerca de las leyes del ser y de la vida espiritual. Ha de aplicarse esto de manera particular a las disertaciones sobre el espíritu, la fe y la contemplación que se insertan en distintos lugares y, sobre todo, en el apartado que lleva el título: «El alma en el reino del espíritu y de los espíritus». Lo que allí se afirma del «yo», de la «libertad» y de la «persona» no está tomado de los escritos del Santo, aunque no faltan en sus obras algunos puntos que pudieran servir de apoyo para ello. Una exposición detallada de estos problemas no entraba dentro de sus cálculos ni estaba tampoco de acuerdo con su manera de pensar. Por otra parte, no podemos olvidar que la elaboración de una filosofía de la persona, tal como aparece en esos lugares, sólo se ha conseguido en los filósofos de los últimos tiempos.

En la presentación de testimonios nos hemos guiado por los libros de nuestro Padre Bruno de Jesús María Saint Jean de la Croix, París 1929 y Vie d'amour de Saint Jean de la Croix. París, 1936, asi como del de Juan Baruzi «Saint Jean de la Croix et le Probléme de l'Experience Mystique», París 1931. La obra de Baruzi es rica en sugerencias y, sin embargo, no la hemos transcrito con mucha frecuencia porque no resulta fácil apoyarse en sus explicaciones sin haberlas pasado antes por el tamiz de una severa crítica, cosa que no entraba dentro de nuestros planes al escribir el libro. Para quien conozca a Baruzi no resultará difícil descubrir las huellas de su influjo y aun los elementos que puedan servir de fundamento a una crítica de sus afirmaciones. Sin embargo, tiene Baruzi un mérito que no se le puede discutir, el del celo incansable con que ha examinado y valorado las fuentes. Más discutible resulta su posición respecto a las dos redacciones manuscritas a través de las cuáles han llegado hasta nosotros El Cántico Espiritual y la Llama de Amor Viva, la última de las cuáles (posiblemente en el caso de la Llama y con toda verosimilitud en el Cántico) según él debería considerarse apócrifa, así como su afirmación, contra el sentir unánime de la tradición, de que sólo poseemos una versión apócrifa y truncada de la Subida y de la Noche Oscura1.

1 Véase en la obra citada el prólogo del libro I: «Los textos», P.3 sg. así como la introducción a cada una de estas obras en la edición española de los escritos del Santo: «Obras de San Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia», editadas y anotadas por el Padre Silverio de Santa Teresa, C.D., Burgos 1929,

Acerca de la autenticidad de la doble redacción del Cántico Espiritual y de la Llama de amor viva, a que alude la Autora, remitimos a los recientes estudios de E. Pacho, especialmente a su obra Reto a la crítica. Debate histórico sobre el «Cántico Espiritual» de S. Juan de la Cruz. Burgos, Edit. Monte Carmelo,1988 (N.de. E.).

 

INTRODUCCIÓN

Sentido, origen y fundamento de la ciencia de la cruz

En el mes de septiembre u octubre de 1568 el joven carmelita Juan de Yepes, conocido hasta entonces con el nombre de Juan de Santo Matía con el que había profesado en el Carmelo, hacía su entrada en la pobre alquería de Duruelo, que había de servir de fundamento y piedra angular a la Reforma Teresiana que entonces comenzaba. El 28 de noviembre, juntamente con otros dos compañeros, se comprometió a la observancia de la Regla primitiva y tomó como título de nobleza el sobrenombre de la Cruz. Era todo un símbolo de lo que andaba buscando al abandonar el Convento Carmelitano de Medina, desligándose con ello de la Observancia mitigada, cosa que ya anteriormente había procurado hacer viviendo conforme a la Regla primitiva, para lo cual había obtenido particular licencia. Así se manifestaba la característica especial de la Reforma: la vida de los carmelitas descalzos debía basarse en el seguimiento de Cristo al Calvario y en la participación en su Cruz.

Como se acaba de notar, Juan de la Cruz no era para entonces ningún novato en la ciencia de la Cruz. El sobrenombre que adoptó en la Orden demuestra que Dios se unía a su alma para simbolizar un particular misterio. Juan trata de indicar con su cambio de nombre que la Cruz será en adelante el distintivo de su vida. Cuando hablamos aquí de Ciencia de la Cruz no tomamos el nombre de ciencia en su sentido corriente: no se trata de pura teoría, es decir, de una suma de sentencias verdaderas o reputadas como tales, ni de un edificio ideal construido con pensamientos coherentes. Se trata de una verdad bien conocida la teología de la Cruz pero una verdad real y operante: como semilla que depositada en el centro del alma crece imprimiendo en ella un sello característico y determinando de tal manera sus actos y omisiones, que por ellos se manifiesta y hace cognoscible. En este sentido es como puede hablarse de ciencia de los santos y a él nos referimos cuando hablamos de ciencia de la Cruz.

De esta forma y fuerza vivientes brota en lo más profundo del hombre un concepto de la vida y una visión de Dios y del mundo que permiten un particular modo de pensar que se presta a ser formulado en una teoría. Una tal cristalización la tenemos en la doctrina de nuestro Santo Padre. Y es lo que nos proponemos buscar en su vida y en sus escritos. Mas antes de preguntarnos de qué manera podemos concebir una ciencia en el sentido arriba indicado.

Existen síntomas, detectables naturalmente, que demuestran que la naturaleza humana, tal como es en su realidad, se encuentra en estado de corrupción. Uno de estos síntomas es la incapacidad de apreciar las circunstancias de los actos en su verdadero valor y de reaccionar ante ellos rectamente. Incapacidad que puede provenir de cierto embotamiento, ya congénito, o ya también adquirido en el curso de la vida, o, finalmente, de una insensibilidad ante ciertos estímulos como resultado de rutinaria repetición. Lo continuamente oído, lo conocido de mucho tiempo atrás «nos deja fríos». Añádase a todo que con la mayor frecuencia nos afectan en exceso nuestras propias conveniencias, mientras seguimos impermeables a las de nuestros prójimos. Sentimos esta insensibilidad nuestra como algo que no está de acuerdo con lo que debiera ser la realidad y nos hace sufrir. Pero de nada nos sirve pensar que obedece a una ley psicológica. Por otra parte nos sentimos felices al comprobar por experiencia que somos capaces de profundas y auténticas alegrías, y hasta un verdadero e íntimo dolor lo consideramos como una gracia en comparación con la fría rigidez de la insensibilidad. Esto resulta particularmente penoso en el campo religioso. Muchos creyentes se sienten atormentados, porque los hechos de la Salvación o nunca les han impresionado, o ya no les impresionan tanto como debieran, y ya no conservan para sus vidas la fuerza formativa de otros tiempos. La lectura de la vida de los santos les hace volver a la realidad y ver que donde la fe es en verdad viva, allí la doctrina de la fe y las grandes obras de Dios constituyen el núcleo de la vida; todo lo demás queda postergado y únicamente conserva su valor en cuanto está informado por aquellos. Es el realismo de los santos, que brota del sentimiento íntimo y fundamental del alma que se sabe renacida del Espíritu Santo. Cuanto en esa alma entra, ella lo acoge en forma adecuada y su correspondiente profundidad, y encuentra con ello una fuerza viva, impulsora y dispuesta a dejarse moldear, y no impedida por obstáculo ni entorpecimiento alguno, que se deja moldear, dirigir fácil y gozosamente por lo que ha recibido. Cuando un alma santa acepta así las verdades de la fe, éstas se le convierten en la Ciencia de los Santos. Y cuando su íntima forma está constituida por el misterio de la Cruz, entonces esa ciencia viene a ser la Ciencia de la Cruz.

Este realismo santo tiene cierto parentesco con el realismo del niño que recibe sus impresiones y reacciona ante ellas con fuerza aun no debilitada y con una viveza e ingenuidad libre de inhibiciones. Claro está que tal reacción no siempre estará naturalmente en conformidad con la razón. Le falta la madurez de la inteligencia. Y tan pronto como la inteligencia entra en acción se le presentan fuentes de error y de engaño tanto interiores como exteriores que la dirigen por caminos equivocados. El pertinente influjo del medio ambiente puede actuar preventivamente. El alma del niño es blanda y dúctil. Lo que en ella penetre puede estar informándola toda la vida. Cuando los hechos de la Salvación penetran en el alma tierna del niño debidamente, puede que se hayan colocado las bases para una vida santa. A veces nos encontramos también con una temprana y extraordinaria elección de la Divina Gracia, coincidiendo en este caso el realismo infantil con el realismo santo. Así se cuenta de santa Brígida que a la edad de diez años oyó por primera vez hablar de la Pasión y Muerte de Jesús. A la noche siguiente se le apareció el Salvador en la Cruz y desde entonces ya no le fue posible meditar la Pasión del Señor sin derramar lágrimas.

En el caso de San Juan de la Cruz hay que tener en cuenta un tercer aspecto: poseía una naturaleza de artista. Entre los distintos oficios y artes manuales en los que se entrenó de niño se cuentan los de escultor y pintor. De época posterior se conservan todavía dibujos salidos de sus manos. (Es universalmente conocido su dibujo de la Subida al Monte Carmelo). Siendo prior de Granada trazó los planos de un convento de contemplativos. Pero a la vez que artista dibujante, es poeta. Sentía la necesidad de expresar en canciones lo que experimentaba su alma. Sus escritos místicos no son otra cosa que explicaciones posteriores de sus inmediatas expresiones poéticas. Por ello en su caso hemos de atender al realismo propio del artista. El artista por la fuerza inquebrantable de su sensibilidad se emparenta al niño y al santo.

Más al revés de lo que sucede en el realismo santo aquí estamos ante una impresionabilidad que contempla el mundo a la luz de una determinada categoría de valores, con fácil detrimento de los demás, y tiene su propio y peculiar procedimiento. Es propio del artista representar en imágenes lo que interiormente le impresiona y pugna por manifestarse al exterior. Cuando hablamos de imágenes no pretendemos limitarnos al arte gráfico y representativo: se incluye en esta expresión cualquier reacción artística, sin excluir la poética ni la musical. Es, al mismo tiempo, imagen que representa algo, y creación: algo creado y encerrado dentro de sí mismo formando su pequeño mundo. Toda obra genuina de arte es además símbolo, háyalo pretendido o no el artista, tanto si éste es naturalista como si es simbolista. Símbolo: es decir, que de la plenitud infinita del sentido con la que tropieza necesariamente todo humano conocimiento, capta algo y lo hace manifiesto y lo expresa; y, por cierto, de tal manera que esa misma plenitud de sentido, inagotable para el conocimiento humano, encontrará en el símbolo una misteriosa resonancia. Así entendido todo arte auténtico es una revelación y la creación artística un servicio santo. A pesar de todo, sigue siendo verdad que en toda creación artística se oculta un peligro y esto no solamente cuando el artista no tiene idea de la santidad de su misión. Es el peligro de que se contente con la representación externa de la imagen, como si no existieran para él otras exigencias.

Lo que afirmamos de una manera general aparece con mayor claridad tratándose de la imagen de la Cruz. Apenas hay artista cristiano que no se haya sentido impulsado a representar a Cristo cargado con la cruz o clavado en ella. Pero el Crucificado pide al artista algo más de su imagen que una representación. Exige de él, como de cualquier otro hombre, la imitación: que se convierta él mismo en imagen de Cristo cargado con la cruz y crucificado y que conforme a ella se deje modelar. La mera representación externa puede ser obstáculo para su configuración personal, pero no debe ser en absoluto así; incluso puede servir a ella, ya que la misma imagen interior, proyectada al exterior, no hace sino que quede más vivamente plasmada y más asimilable interiormente. Por ello, cuando ningún obstáculo se cruza en su camino, se convierte en forma interior que impulsa a la acción, es decir, a caminar en su seguimiento. Sí, la misma imagen exterior, la creada por uno mismo, puede servir como acicate para la formación de la propia persona. Tenemos motivos para afirmar que así sucedió en el caso de san Juan de la Cruz: el realismo del niño, del artista y del santo se han unido en él para preparar un terreno adecuado para el mensaje de la Cruz, para permitirle progresar en la ciencia de la Cruz. Ya hemos dicho que su naturaleza artística se manifestó desde su infancia. Tampoco faltan testimonios que nos hablan de su temprana vocación a la Santidad. Contaba más tarde su madre a las carmelitas descalzas de Medina que su hijo durante su infancia se comportó como un ángel. Esta piadosa madre le inculcó un amor tiernísimo a la Madre de Dios y sabemos de buena fuente que María, por su intervención personal, libró por dos veces al niño de ahogarse. Todo lo demás que de su infancia y su juventud conocemos demuestra igualmente que desde sus primeros años era el niño de la gracia.

 

Editorial Monte Carmelo - Burgos 1994 - Segunda edición

 

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La Ciencia de la Cruz

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