Pío XI | Homilía de Canonización de Teresa de Lisieux

Pío XI | Homilía de Canonización de Teresa de Lisieux

Teresa de Lisieux fue canonizada el 17 de mayo de 1925 por Pío XI en San Pedro en Roma.

Venerables hermanos, amados hijos:

“Sea bendito Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación” que en medio de las innumerables preocupaciones de nuestro ministerio apostólico, nos ha concedido la alegría de inscribir como nuestra primera santa a aquella virgen que en un primer momento, después del inicio nuestro pontificado, elevamos al honor de los beatos. Se trata de aquella que fue como un niño en el espíritu: de aquella infancia que no es posible separarla de la grandeza de su alma pero cuya gloria, de acuerdo con las mismas promesas de Jesucristo, es absolutamente digna de ser consagrada en la Jerusalén celestial como en la Iglesia militante.

 De igual manera, agradecemos a Dios porque hoy se nos permite, como Vicario de su Unigénito, de repetir e inculcar en todos ustedes, desde esta Cátedra de la verdad y durante este solemne rito, un recordatorio muy saludable de las enseñanzas del divino Maestro. Después de que los discípulos le interrogaron sobre quién era el mayor en el reino de los cielos, Él, “llamando a un niño lo puso en medio de ellos” y pronuncio aquellas memorables palabras: “En verdad os digo, que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraran en el reino de los cielos”. (Mateo 18: 2)

 Teresa, la nueva santa, habiendo vivamente absorbido esta doctrina evangélica, la traduce a la práctica de la vida cotidiana; de hecho, con la palabra y con el ejemplo enseñó a las novicias de su monasterio esta vía de la infancia espiritual, y a todos que por medio de sus escritos, escritos que, se han difundido por todo el mundo y que después de leer se siguen leyendo una y otra vez por el máximo beneficio y alegría que dan al alma. De hecho, esta joven que floreció en el claustro del Carmelo, y que agrego a su nombre el del Niño Jesús, volvió sobre si misma su imagen; entonces hay que decir que cualquier persona que venera a Teresa, venera y alaba el divino ejemplo que ella copio en sí.

 Hoy en día, por lo tanto, esperamos que en la mente de los fieles pueda venir el deseo de practicar esta infancia espiritual, que consiste en esto: que todo lo que el niño piensa y hace por naturaleza, nosotros lo hagamos en ejercicio de la virtud. Los niños pequeños no están perturbados por los pecados e cegados por las pasiones y disfrutan de la paz en la posesión de su inocencia (y sin ningún medio de engaño o hipocresía expresan sinceramente sus pensamientos y obras, de forma que se muestran como realmente son), por lo que Teresa mostraba una naturaleza más angélica que humana, y conquisto la simplicidad del niño, según la ley de la verdad y la justicia.

 La Doncella de Lisieux tenía siempre presente en la memoria la invitación y las promesas de su Esposo divino: “Quien sea pequeño (Prov. 9:4), venga a mí. Sera llevado a mi pecho y os acariciare sobre mis rodillas como lo hace una madre, así os consolare” (Is. 64: 12-13), por lo que Teresa es consciente de su debilidad, se encomendó a la divina providencia a fin de que, apoyándose únicamente en su ayuda, podría lograr la perfecta santidad de la vida, incluso cuando experimentaba dificultades, y de una absoluta abdicación, pero gozosa, de su propia voluntad.

 Siendo así, no debemos sorprendernos de que esta santa hermana se haya realizado tal como lo ha dicho Cristo: “Quien se haga como este niño será el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:4). La benevolencia divina la ha enriquecido con el don de una casi singular. Después de haber recibido en gran medida la verdadera doctrina de la fe de la enseñanza del catecismo, la ascesis del libro dorado de la Imitación de Cristo y de los volúmenes místicos de su padre San Juan de la Cruz, también alimentan su mente y su corazón con asiduidad la lectura de las Sagradas Escrituras, el Espíritu de la verdad le comunico y manifestó lo que suele esconder a los “sabios y orgullosos” y revela a “los más pequeños”; de hecho, ella – según el testimonio de nuestro predecesor- estaba dotada de tanta ciencia de las cosas celestiales que puede señalar a otros el camino cierto de la salvación. Y a partir de esto que ofrece una rica participación de la luz y de la divina gracia encendió en Teresa un incendio tan grande de caridad que, portándola continuamente fuera del cuerpo, al final la consumió, tanto que, poco antes de salir de esta vida, ella podía decir con franqueza “No le he dado a Dios otra cosa que amor”. Resulta claro que por esta ardiente caridad, en la joven de Lisieux existía el propósito y el empeño “Trabajar por amor de Jesús, solo para complacerlo, para consolar su santísimo corazón y para promover la salvación eterna de las almas, que Cristo amó para siempre” que ella había comenzado a hacer, y obtiene al momento de entrar en la patria celestial y se comprende ahora, fácilmente, con aquella mística lluvia de rosas, que por concesión divina, ella había prometido aún en vida y que ya ha derramado sobre la tierra y sigue derramando.

 Por lo tanto, venerables hermanos y amados hijos, deseo firmemente que todos los cristianos sean dignos de participar en esta gran efusión de gracias, patrocinada por la Pequeña Teresa; Pero deseamos mucho más fervientemente que todos los fieles que la miran con diligencia, se comporten como niños, porque si no son tales, como dice Cristo, serán excluidos del reino de los cielos. Si todo descubrieran este camino de la infancia espiritual, todo el mundo verá lo fácil que es conseguir aquella corrección de la sociedad humana que hemos propuesto desde temprano en nuestro pontificado y especialmente iniciando este Jubileo Máximo.

 Así que hacemos nuestra la oración con la que la nueva Santa Teresa del Niño Jesús, terminó su preciosa autobiografía: "Te rogamos, oh buen Jesús, que resguardes el gran número de las pequeñas almas y elige en la tierra una legión de víctimas, que sean dignos de tu amor”. Que así sea.

Pío XI