La Epifanía del Señor, su bautismo en el Jordán y las bodas de Caná

Bautismo-jordanEl bautismo es el contenido principal de la Epifanía bizantina. En la liturgia romana, que ese día recuerda la adoración de los Magos, el bautismo se celebra el domingo siguiente. Cada ciclo tiene lecturas propias. Los evangelios repiten la narración del bautismo...

 


 

La Epifanía del Señor

Historia de la fiesta. Las primeras referencias provienen del s. II, de Egipto, donde la secta gnóstica de los basilidianos celebraba el bautismo de Jesús. Posteriormente fue también asumida por las Iglesias de la zona. Desde principios del s. IV, a la vez que se generalizó la Navidad en Occidente, en Oriente se extendió una fiesta de la manifestación del Señor en la carne y de la revelación de su divinidad. Conmemoraban que Jesús «manifestó su gloria» (Jn 2,11) en distintos acontecimientos: nacimiento, adoración de los Magos, bautismo, su primer signo, y en algunas Iglesias locales, también la transfiguración y la multiplicación de los panes. A finales del s. IV, al intercambiarse Epifanía y Navidad entre Oriente y Occidente, sus contenidos sufrieron adaptaciones. El 25 de diciembre se concentró en la Natividad de Jesús. El 6 de enero, los occidentales subrayaron la adoración de los Magos y los orientales el bautismo del Señor.

Las liturgias orientales cantan la manifestación de la Santísima Trinidad en el bautismo de Jesús y hacen referencia a la santificación de las aguas y del Cosmos. Este día los fieles renuevan su bautismo. Veamos ahora las características de la Epifanía en Occidente.

La realeza de Cristo. El Evangelio del día es el de la adoración de los Magos. En la antigüedad se pensaba que siempre que nacía un personaje importante, especialmente un rey, un astro se manifestaba en el cielo. Así lo interpretaron los Magos, que «al ver la estrella, se dijeron: Este es el signo del gran Rey; vamos a su encuentro y ofrezcámosle nuestros dones» (Ant. magníficat de las I vísperas). Al ver la estrella en tierras de Israel, se dirigieron directamente a la corte de Jerusalén, para preguntar por el rey al que pertenecía.

La primera lectura de la misa anuncia que todos los pueblos, con sus reyes a la cabeza, acudirán a Jerusalén para ofrecer dones al Dios verdadero y a su Mesías: «Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60,3). Por eso, la respuesta del salmo responsorial canta: «Se postrarán ante ti, Señor, todos los reyes de la tierra». De esta manera, se afirma que el Niño que nació en la pobreza de una gruta es el Rey del mundo, al que todos los reyes deben veneración, tal como anunciaron los profetas: «Esta estrella resplandece como llama viva y revela al Dios, Rey de reyes; los magos la contemplaron y ofrecieron sus dones al gran Rey» (Ant. salmo III de las I vísperas).

Desde antiguo, en los dones de los Magos se vio una manifestación de la identidad del Niño: el oro se ofrecía a los reyes, el incienso a Dios y la mirra era utilizada para ungir los cadáveres antes de la sepultura. Muchos textos lo recuerdan: «Le ofrecieron regalos: oro, como a rey soberano; incienso, como a Dios verdadero; y mirra, para su sepultura» (Ant. benedictus 7 de enero).

La universalidad de la salvación. Los Santos Padres vieron en los Magos de Oriente un anticipo de los pueblos no judíos, llamados a encontrar la salvación en Cristo. Así lo interpreta san León Magno: «Que todos los pueblos vengan a incorporarse a la familia de los patriarcas. Que todas las naciones, en la persona de los tres Magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido en el mundo entero». Si en la Navidad se celebra la venida de Dios al mundo, en Epifanía se celebra que su venida es para todos. Los Magos son la primicia, a la que siguen muchos otros. Porque se vio en estos personajes un anticipo de los paganos que habían de convertirse al Señor, y para indicar que la salvación es para todos, se terminó por pintar a uno negro (africano), a otro de piel amarilla (asiático) y a otro blanco (europeo), representando a los tres continentes que se conocían en la antigüedad.

La liturgia subraya la idea de la manifestación del Señor como salvador de todos los pueblos: «Señor, tú que manifestaste a tu Hijo en este día a todas las naciones por medio de una estrella, concédenos, a los que ya te conocemos por la fe, llegar a contemplar cara a cara la hermosura infinita de tu gloria» (Colecta). Esta es la gran revelación de la fiesta de Epifanía. Este es «El misterio escondido desde siglos y generaciones, [que] ahora ha sido revelado» (Ant. tercia para el tiempo de Navidad después de Epifanía). La Epifanía anuncia la universalidad de la Iglesia Católica, llamada a evangelizar a todos los pueblos.

Una fiesta de extraordinaria riqueza. Aunque los otros aspectos quedaron algo apagados, nunca se olvidaron totalmente, tal como se puede comprobar en los textos litúrgicos hasta nuestros días: «Veneremos este día santo, honrado con tres prodigios: hoy la estrella condujo a los magos al pesebre; hoy el agua se convirtió en vino en las bodas de Caná; hoy Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán para salvarnos» (Ant. magníficat II vísperas). Estos variados acontecimientos son distintos momentos de una única realidad: la manifestación de Jesucristo en nuestra carne, en nuestra historia.

El anuncio de las fiestas pascuales y otras tradiciones. En el concilio de Nicea, las Iglesias acordaron celebrar la Pascua en la misma fecha. Se pidió a la de Alejandría que se encargara de los cálculos y lo comunicara en una carta que se leía el día de Epifanía, después del Evangelio. En muchos lugares se conserva esta costumbre. La liturgia mozárabe posee un texto de gran belleza, que comienza así: «Queridos hermanos, en la revelación del nacimiento corporal de Nuestro Señor Jesucristo, y ante tantos signos de su presencia, os anunciamos la solemnidad de la Pascua».

El texto más antiguo que recoge los nombres de los reyes magos (Melchor, Gaspar y Baltasar) es de finales del s. VI. En las representaciones primitivas, van vestidos con trajes persas (los mejores astrólogos de la época). Por este motivo, los persas respetaron la basílica de Belén cuando invadieron el país y destrozaron todas las demás iglesias el 614 d.C. Desde 1164, sus restos se veneran en un artístico sepulcro de la catedral de Colonia, donde son considerados protectores de los que van de viaje.

Hay numerosas tradiciones populares en torno a la Epifanía, considerada durante siglos como fiesta en honor de Cristo Rey. Antiguamente se realizaba una colecta contra la esclavitud. Desde 1843, la obra de la Infancia Misionera (o de la Santa Infancia) sensibiliza a los niños con las misiones católicas. Desde 1957 en España se recogen fondos para los catequistas nativos y el Instituto Español de Misiones Extranjeras. En algunos países se bendice la casa, escribiendo en sus muros con una tiza la Cruz, el año en curso y las iniciales de los nombres de los Reyes Magos. En otros se intercambian regalos o se come el roscón de reyes, con una sorpresa en su interior. El que la encuentra es nombrado rey de la casa. En España son tradicionales las cabalgatas por las calles. En el Oriente cristiano se bendicen las aguas con la Cruz (tanto el agua bautismal como las fuentes y los ríos). En Rusia, se hacen agujeros en el hielo y se tira dentro una cruz. Algunos se sumergen en el agua helada, para entrar en contacto con el agua bendecida. En Occidente se conservó la bendición solemne del agua en este día, reservada al obispo o a su delegado, hasta la última reforma litúrgica.

Los días entre Epifanía y el bautismo del Señor tienen formularios propios para las misas y la liturgia de las horas. El día del bautismo concluye el tiempo de Navidad, aunque algunas fiestas posteriores aún se desarrollan en su órbita.

El Bautismo del Señor

Introducción. El bautismo es el contenido principal de la Epifanía bizantina. En la liturgia romana, que ese día recuerda la adoración de los Magos, el bautismo se celebra el domingo siguiente. Cada ciclo tiene lecturas propias. Los evangelios repiten la narración del bautismo con las peculiaridades propias de cada autor. Las oraciones del día indican que estamos ante un acontecimiento revelador; es decir, que seguimos celebrando la Epifanía: «Dios todopoderoso y eterno, que en el bautismo de Cristo en el Jordán quisiste revelar solemnemente que Él era tu Hijo amado…» (oración colecta). El prefacio del día presenta un feliz resumen del significado de esta fiesta: «Hiciste descender tu voz desde el cielo para que el mundo creyese que tu Palabra habitaba entre nosotros; y por medio del Espíritu, manifestado en forma de paloma, ungiste a tu siervo Jesús para que los hombres reconociesen en Él al Mesías, enviado a anunciar la salvación a los pobres».

En Navidad, la Iglesia celebra que Dios se ha hecho Niño. A algunos les sorprende que el último día ponga la mirada en Jesús adulto. En realidad, el bautismo de Cristo supone el paso de su vida escondida a su vida pública y manifiesta la identidad y la misión del Niño de Belén. Si lo pensamos bien, solo a la luz de la cruz y resurrección de Cristo se puede comprender el verdadero sentido del bautismo, que indica las consecuencias últimas de la encarnación: el Hijo de Dios ha cargado sobre sus espaldas con nuestros pecados y nos ha abierto el camino de la vida eterna. Al meterse en la fila de los pecadores en el Jordán, ya cargó con nuestras culpas hasta las últimas consecuencias.

El lugar del bautismo. Juan bautizaba en «Betania, al otro lado del Jordán» (Jn 1,28), en la actual Jordania (No es la Betania de Judea, donde estaba la casa de Lázaro). Un lugar profundamente simbólico. Por allí cruzaron los patriarcas en cada uno de sus viajes entre Mesopotamia y Canaán. Antes de regresar por allí a Canaán, Jacob luchó con el ángel, que le cambió su nombre por Israel. Se encuentra a los pies del Monte Nebo, desde el que Moisés divisó la Tierra Prometida antes de morir. Por allí penetraron los judíos, guiados por Josué, en la tierra de promisión. Y desde allí el profeta Elías fue arrebatado al cielo al terminar su misión. Así, el bautismo de Juan relaciona la manifestación del Mesías con los patriarcas, el Éxodo y los profetas.

Además, no podemos olvidar que se encuentra junto a la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto, en el lugar más bajo de la tierra, a casi 400 metros bajo el nivel del mar. Hasta allí desciende Jesús, a lo más hondo.

Reflexión teológica. Juan predicaba la conversión, invitando a la penitencia, y la gente se hacía bautizar «confesando sus pecados» (Mt 3,6). Jesús se somete a este rito (con escándalo del mismo Juan) para que se cumpla todo lo que Dios ha dispuesto (cf. Mt 3,15). Descendiendo a la profundidad de la oscuridad y de la muerte que causan nuestros pecados, Jesús abre el camino de la luz y de la vida. Por eso, al mismo tiempo que se abren los cielos, se derrama el Espíritu Santo y Jesús es declarado Hijo por la voz del Padre (cf. Mt 3,16-17 y paralelos). El contexto revela la identidad y la misión de Jesús.

El Padre reconoce a Jesús como su «Hijo». La palabra utilizada es pais, que puede significar tanto hijo joven como siervo. Como si dijera: «Este es mi muchacho», utilizando a propósito una palabra ambigua. Encontramos aquí un eco del salmo 2, de contenido mesiánico: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7), así como de los cánticos del siervo de YHWH: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo, a mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él» (Is 42,1). En el momento en que Jesús inaugura su misión se presenta con los rasgos del rey davídico, al mismo tiempo que con los del profeta-siervo, que quita el pecado del mundo (cf. Jn 10,36) cargándolo sobre sus espaldas. No se distancia de nuestra historia, de nuestras miserias. Por el contrario, se hace solidario con nosotros hasta las últimas consecuencias. De ahí que Cristo tenga que recibir un bautismo final que le angustia, que es su muerte violenta (Lc 12,49-50), y que nuestro bautismo sea participación en su misterio pascual (Rom 6).

El mismo Espíritu que lo consagra, después lo empuja al desierto, donde es tentado (Mt 4,1). En el desierto se revela plenamente el significado de la encarnación, del vaciamiento de Cristo, que se despojó de la forma de Dios y tomó la condición de siervo (cf. Flp 2,6-7) en favor de los hombres.

Las tentaciones se refieren, precisamente, a la manera de entender su mesianismo. Satanás le presenta otros modelos, distintos del que se ha manifestado en el bautismo. Dios le pide el servicio, el sufrimiento y la obediencia. El demonio le ofrece el triunfo, el poder y la gloria humana. Jesús las supera no usando de Dios para su provecho, sino sirviéndole con obediencia. Se abandona confiadamente en las manos del Padre, a pesar de que el papel del siervo sufriente no sea claro y parezca condenado al fracaso: «Aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5,7-8).

Las bodas de Caná

Introducción litúrgica. Hasta 1967, el Evangelio de las bodas de Caná se proclamaba cada año el domingo después del Bautismo. En nuestros días, se leen Evangelios que profundizan en el tema de la revelación de la identidad de Jesús, como epílogo de la Epifanía. En el ciclo a, el testimonio de Juan Bautista: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). En el ciclo b, la continuación de ese Evangelio, con el primer relato de vocación de los discípulos (Jn 1,35ss). En el ciclo c (que es el de este año), las bodas de Caná, donde «Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él» (Jn 2,1-11). Fausto de Riez (s. V) relaciona las bodas de Caná con el desposorio realizado entre Dios y los hombres en el nacimiento de Cristo, que llegará a plenitud en la Pascua. Por eso, comienza comentando la referencia temporal, que pone en relación el bautismo y la Pascua: «A los tres días hubo unas bodas. ¿Qué otras bodas pueden ser éstas, sino las promesas y gozos de la salvación humana? Las mismas que se celebran, evidentemente, o bien a causa de la confesión de la Trinidad, o bien por la fe en la resurrección, como se indica en el misterio del número tres. Como el esposo que sale de su alcoba, descendió el Señor hasta la tierra para unirse, mediante la encarnación, con la Iglesia».

Reflexión bíblico-teológica. En las bodas de Caná Jesús «realizó su primer signo» (Jn 2,11). Isaías ayuda a comprender su significado cuando habla del pacto amoroso que Dios realizará con su pueblo en los tiempos mesiánicos: «Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,4-5). A la luz de la tradición profética, el milagro de Jesús en Caná es un signo esponsal que anuncia la llegada del momento en que Dios había de revelar su amor, manifestándose como esposo tierno y fiel.

Ya ha terminado la era de los ritos judíos de purificación. Ya ha concluido la época de las promesas. Con el signo de Caná, Cristo ha adelantado la hora de su manifestación ante el mundo: Él es el Esposo enviado por Dios para unirse en matrimonio de amor con la Iglesia y con el alma de cada creyente. El banquete de Caná, en realidad, está celebrando este desposorio místico.

Las bodas de Caná son un anuncio del verdadero banquete, en el que Cristo no transforma el agua en vino, sino el vino en su propia sangre. La Iglesia esposa, admirada, agradece a su Esposo que haya guardado el buen vino de su amor para el final (Jn 2,10), para este tiempo nuevo que se ha inaugurado con su venida. El buen vino que, más tarde, brotará del costado de Cristo y se dará a la esposa como bebida espiritual. En cada Eucaristía se celebran las bodas del Cordero como anticipo de aquel banquete celestial, tantas veces anunciado por los profetas y por el mismo Cristo. Los que beben del cáliz de la salvación, que contiene el vino sagrado que es la Sangre de Cristo, se embriagan de su amor, que les capacita para hacer obras de vida eterna.

El agua de los ritos de purificación anuncia también el agua del bautismo y el agua transformada en vino anuncia la Eucaristía. El banquete de bodas al inicio de la vida pública de Jesús anuncia el banquete de las bodas del Cordero al final de los tiempos. La referencia a la hora de Jesús anuncia la Cruz. La presencia de María en estos dos momentos tan significativos, en los que Jesús se dirige a ella llamándola mujer, anuncia el cumplimiento de las promesas de redención realizadas por Dios a los primeros padres. Como vemos, ninguna palabra, ningún gesto es casual en esta narración.

 

AUTOR: P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD