Ejes fundamentales de la misión en Teresa de Lisieux

Ejes fundamentales de la misión en S. Teresita

Jesús resucitó en la madrugada, el primer día de la semana, nos dice el evangelista Marcos. Se apareció primero a María Magdalena y luego a dos discípulos que iban camino a Emaús; llenos de alegría y entusiasmo fueron a comunicar la noticia a los otros discípulos, pero éstos no les creyeron. Jesús, entonces, se apareció a los once reunidos en torno a la mesa, y luego de echarles en cara su incredulidad, les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará...”

Comienza así, por petrición expresa de Cristo Resucitado, la misión en la Iglesia. Misión importante porque se trata de llevar adelante, hasta el final de los tiempos, el deseo amoroso que Dios ha tenido desde la creación del mundo: salvar al ser humano, comunicarle sus secretos, unirse en fusión de amor con su creatura.

Sin embargo, una misión de tal envergadura fue depositada por Cristo en las manos frágiles, temerosas y vacilantes de once discípulos y algunas mujeres, que todavía no lograban comprender cabalmente lo que estaba sucediendo.

Será la fuerza del Espíritu la que transformará interiormente la increencia en fe y el temor en pasión por comunicar el Evangelio. ¡Comunicar el Evangelio...! No una idea, una creencia, una doctrina. El Espíritu del Resucitado convirtió en palabra humana la experiencia de Dios que les quemaba dentro a este puñado de hombres y mujeres; de esta manera, el mensaje que se debe comunicar es, sencillamente, la propia experiencia. Quizás es ésto lo que olvidamos tantas veces cuando hacemos de la teología un discurso y no una vivencia. Olvidamos, de frente a la misión, que se trata de “ser” más que de “hacer”.

Cristo pidió a sus discípulos comunicar su propia experiencia, aquella que Dios hizo, hace y está haciendo secreta y silenciosamente en la intimidad de cada ser humano, “donde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma”, como dice santa Teresa de Jesús .

Lo comprendieron con tanta claridad los discípulos, incluso Pedro, que luego de recibir el Espíritu prometido el día de pentecostés, terminaron su primera presentación apostólica, diciendo: “A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos” .

Es claro, entonces, leyendo el Evangelio, que la misión que Cristo depositó a sus discípulos es: ser testigos de la misericordia y la fidelidad de Dios, revelada en Cristo. Testimonio que para muchos cristianos de ayer y de hoy, ha implicado incluso, dar la vida en el martirio.

Ser existencia teologal, revelación silenciosa del misterio de Dios a quienes viven cerca o lejos, manifestación amorosa del acontecer de Dios en la fragilidad humana, impulso de amor para participar en la salvación de todos... ¡He aquí nuestra misión!

DESEOS HECHOS REALIDAD

Los santos del Carmelo, especialistas en humanidad y divinidad, nos revelan a través de sus escritos, los procesos interiores necesarios para convertirnos en verdaderos misioneros en la vida cotidiana.

Entre estos muchos santos carmelitas que hicieron de su vida un testimonio eficaz de la misericordia de Dios, resplandece con luz propia santa Teresa de Lisieux. Una mujer, joven, contemplativa , sin títulos académicos ni experiencias misioneras, que pocos años después de su muerte comparte con san Francisco Javier, misionero por excelencia, el ser Patrona Univeral de las misiones . Sólo treinta años después de su muerte.

Inexplicable a la luz de la razón, pero ciertamente comprensible desde el horizonte de la lógica divina. Esta lógica de Dios que con tanta claridad descubrió y experimentó Teresa, es la que nos proponemos descubrir para aprender también nosotros a ser misioneros en lo ordinario de la vida.


DESEOS DE SERLO TODO

Teresa es la mujer de los deseos; grandes y pequeños, comprensibles y extravagantes, algunos tienen por medida el tiempo y otros la eternidad . ¡Así es Teresa! Sin medidas, sin horizontes, sin límites, sin muros que puedan entorpecer su deseo de volar lejos, porque lo descubre y lo desea todo sumergida en la inmensidad de Dios.

Cómo no maravillarnos, saboreando atentamente sus escritos, de los deseos inmensos que el Espíritu imprimía en el corazón de Teresa y que la Iglesia ha reconocido como cumplidos con el pasar del tiempo. Citemos sólo dos: ser al mismo tiempo misionera y doctrora.

Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. Siento en una palabra, la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heróicas acciones... ¡Ah! A pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas, como los profetas, los doctores. Tengo la vocación de apóstol... Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre, y plantar sobre el suelo infiel tu cruz gloriosa. Pero ¡oh, Amado mío!, una sola misión no me bastaría. Desearía anunciar al mismo tiempo el Evangelio en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas... Quisiera ser misionero, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos...” .

Misionera, para llevar el Evangelio a todos los rincones de la tierra hasta el final de los tiempos, para comunicar “los secretos del Rey”, para enseñar a las almas pequeñas “la ciencia del amor” de la que se sentía inundada, sencillamente, para iluminar las almas. Lleva dentro una sabiduría, impresa sin ruido de palabras por Dios mismo, y que debe ser comunicada desde ese momento y por toda la eternidad. Son deseos inmensos, inabarcables, desproporcionados, que Dios hará tarde o temprano realidad. Esta sabiduría de Teresa, contenida en la Escritura, la ha asimilado totalmente en las fuentes de la oración contemplativa.

No nos puede extrañar, por tanto, que el Papa Juan Pablo II haya querido proclamarla doctora de la Iglesia, el 19 de octubre de 1997, en coincidencia con la jornada mundial de las misiones. En la homilía, en la Plaza de san Pedro, el Santo Padre dio las razones de esta feliz coincidencia:

Teresa Martín, carmelita descalza de Lisieux, deseaba ardientemente ser misionera. Y lo ha sido, al punto de ser proclamada Patrona de las misiones. Jesús mismo le mostro en qué modo podía vivir su vocación: practicando a plenitud el mandamiento del amor, se podría sumergir en el corazón mismo de la misión de la Iglesia, sosteniendo con la fuerza misteriosa de la oración y de la comunión a los anunciadores del Evangelio. Ella realizaba así cuanto ha subrayado el Concilio Vaticano II, que la Iglesia es, por naturaleza misionera (Cfr. Ad gentes, 2). No sólo aquellos que eligen la vida misionera, sino todos los bautizados, son de alguna manera enviados ad gentes. Por eso he querido escoger esta jornada misionera para proclamar doctora de la Iglesia a santa Teresa del Niño Jesús y de la santa Faz .

Los títulos de Patrona de las misiones y Doctora de la Iglesia rinden honor a Teresa de Lisieux y hacen de su santidad y la eminencia de su doctrina, patrimonio de toda la Iglesia.

ORÍGENES DE SUS DESEOS MISIONEROS

Pero, ¿De dónde nacen sus deseos misioneros? ¿Cuál es la fuente de la que brotan inextinguibles estas ansias de comunicar al mundo el Evangelio? Sintetizemos la respuesta en pocas palabras: el deseo de Teresa de ser misionera nació en familia, lo comprendió en Italia y lo concretizó en el Carmelo de Lisieux.

LA FAMILIA DESEA UN SACERDOTE, UN MISIONERO

Luis Martín y Celia Guerin, tras unos breves esponsales, se casan en la Iglesia de Nuestra Señora de Alençon el 13 de julio de 1858. Tuvieron nueve hijos de los que sobrevivieron cinco mujeres, siendo Teresa la última de las hijas. Dos niños mueren, sólo un año después de nacidos: José Luis (1866-1867) y José Juan Bautista (1867-1868). Uno de estos pequeños deseaba la familia que fuera sacerdote.

Es indudable que la vida familiar de los Martín, moldeó con el pasar de los años, la vida de Teresa.

En casa de los Martín reina una fe sólida, que ve a Dios en cada acontecimiento y le rinde un culto permanente: oración en familia, misas matutinas, comuniones frecuentes -raras en esta época en que el jansenismo lleva adelante sus estragos-, vísperas dominicales, retiros. El ciclo litúrgico, las peregrinaciones, el escrupuloso respeto a los ayunos y abstinencias ritman toda la vida... Sin embargo, nada hay de afectado ni de santurrón en este hogar que ignora el formulismo: se pasa a la acción, se recogen y alimentan niños abandonados, vagabundos, ancianos. Celia de Martín roba tiempo a sus breves noches para cuidar a su sirvienta. El Sr. Martín expone la vida por evacuar una diligencia en favor de unos desheredados, por ayudar a un epiléptico o a un moribundo. Se enseña el respeto a los pobres en su dignidad .

La cuna de Teresa estaba también impregnada de ansias misioneras. En su casa se leían vidas de misioneros, se recibían noticias de tierras de misión que habían recibido nuevo impulso con el Papa León XIII, y se leían los anales de la propagación de la fe. El espíritu misionero fue entrando en su cotidianidad junto con sus oraciones por los misioneros.

Su deseo de ser carmelita que no se cifró tanto en imitar a su hermana Paulina, que ingresó cuando ella era casi una niña, sino que se le oía decir que quería ser carmelita de total vida contempletiva porque quería ser misionera de vanguardia. Según declaración de su hermana sor Genoveva en los Procesos, la vida religiosa era, sobre todo, para la Sierva de Dios, un modo de salvar almas. Incluso pensó en hacerse religiosa de las Misiones extranjeras, más la esperanza de salvar un número mayor de almas por la mortificación y el sacrificio de sí misma la decidió a encerrarse en el Carmelo .

Así pues, la casa paterna respira no sólo espiritualidad, amor entrañable a Dios que se traduce en amor concreto a los demás, palabra evangélica hecha cotidianidad, sino también, ímpetu misionero. Teresa intuye, ya desde niña, por la cercanía, el ejemplo de sus hermanas o la semilla de su propia vocación, que el Carmelo será el lugar reservado por Dios para cumplir su misión.

Sin embargo, nada le impide comenzar su misión, incluso antes de penetrar por el resto de la vida, los muros del Carmelo.

La gracia de navidad, que detalladamente nos comunica la Santa en los primeros capítulos de su autobiografía, la hizo salir de su niñez y entrar en una definitiva conversión al Evangelio, a la misión.

Era necesario que Dios hiciera un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento, y ese milagro lo hizo el día inolvidable de navidad. En esa noche luminosa que esclarece las delicias de la Santísima Trinidad, Jesús, el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de luz...En esta noche, en la que él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate, sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, “una carrera de gigante” .

Muy pronto, encuentra Teresa la oportunidad de llevar a cabo su primera misión. Oye hablar de un gran criminal condenado a muerte por crímenes horribles . Este suceso leído a la luz del texto evangélico de Juan 19, 28 que había meditado y asimilado pocos días antes, la hace comprender que ha llegado el momento de comenzar su misión de salvar almas. Pranzini sará sólo el primero de una larga lista.

Un domingo, mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí profundamente impresionada por la sangre que caía de una de sus divinas manos. Sentí un gran dolor al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre con el Espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella, y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas. También resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la cruz: “¡Tengo sed!”. Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo. Quería dar de beber a mi Amado y yo misma me sentía devorada por la sed de almas...No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía en deseos de arrancarles del fuego eterno .

“EN ITALIA COMPRENDÍ MI VOCACIÓN” Ms A 55v°

Será el viaje a Italia el que producirá el giro en la vocación de Teresa, que ella misma nos ha insinuado al final del texto anterior: orar y salvar a los sacerdotes.

¡Qué viaje aquél! Solamente en él aprendí más que en largos años de estudio, y me hizo ver la vanidad de todo lo pasajero y que todo es aflicción de espíritu bajo el sol.
En Italia comprendí mi vocación. Y no era ir a buscar demasiado lejos un conocimiento tan importante...Durante un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y pude ver que si su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan de ser hombres débiles y frágiles... Si los sacerdotes santos, a los que Jesús llama en el Evangelio “sal de la tierra”, muestran en su conducta que tienen una enorme necesidad de que se rece por ellos, ¿que habrá que decir de los que son tibios? ¿No ha dicho también Jesús: “Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salaremos?
Qué hermosa es, Madre querida, la vocación que tiene como objeto conservar la sal destinada a las almas. Y esta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstoles de apóstoles, rezando por ellos mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra, y sobre todo, con su ejemplo .

Era así de clara su vocación, que cuando se le preguntó, en el interrogatorio antes de la profesión, que intención la traía al Carmelo, respondió: “He venido para salvar almas y, sobre todo, con el fin de rogar por los sacerdotes” .

No podemos olvidar un dato esencial de la espiritualidad teresiana: los grandes hallazgos espirituales de su vida los encuentra en la oración, en la que discierne amorosamente la Palabra que ha meditado durante la jornada, a veces durante varios días, y que después con pasión lleva a la vida cotidiana. Es decir, uno de los rasgos más sobresalientes de la espiritualidad teresiana es la obediencia a la Palabra recibida. Ser obediente a Dios que secretamente le revela sus deseos, se los hace comprender con el discernimiento del Espíritu y se los convierte luego, en una misión por cumplir.

Lo más importante en el santo es su misión, el nuevo carisma dado por el Espíritu de la Iglesia. La persona que lo recibe y lo detiene es sólo su servidor, un servidor débil y limitado, incluso en sus actuaciones más grandes. En él, lo que brilla no es la persona, sino el testimonio, la tarea, el ministerio... Su característica principal no es la realización personal y heróica, sino la obediencia decidida con la cual se ha entregado, de una vez para siempre, para servir a la misión recibida .

Teresa es claridad de la vocación, misión encontrada en confrontación de la vida y la Palabra, intuición obedecida, hecha realidad.

“CAMINO POR UN MISIONERO”

Un día en que la vi pasearse muy fatigada, por el jardín, cumpliendo la obediencia, me recordó su doctrina sobre la reversibilidad de los méritos, y aún de los actos más simples: camino, me dijo, por un misionero. Pienso que allá abajo, muy lejos, alguno de ellos puede estar agotado por sus correrías apostólicas, y para disminuir sus fatigas, yo ofrezco las mías a Dios .

De esta manera, Teresa nos sintetiza al final de su vida, cómo ayudar en la misión de la Iglesia, nos hace comprender cómo es posible ser misionera cuando los muros de la clausura parecen impedir “estar fuera”, cómo es posible llegar a ser “Patrona de las misiones” sin tocar por un minuto tierras extranjeras, nos hace percibir con agudeza, cómo ser obediente a la propia misión y vocación.

Sin embargo, debemos reconocer, que el mismo ambiente espiritual y eclesial de la época ayudó a Teresa a concretizar su vocación. Decíamos antes que, el deseo de Teresa de ser misionera nació en familia y lo concretizó en el Carmelo. ¿Qué vivía la Iglesia y, concretamente, el Carmelo en Francia en el tiempo de Teresa, con relación a la misión?

El Espíritu misionero es algo muy arraigado en la Iglesia francesa del siglo XIX. De hecho, en 1990 dos tercios de todos los misioneros eran franceses. Ese espíritu misionero va a cuajar a partir de 1850 con la rehabilitación o el nacimiento de toda una serie de instituciones misioneras: se revitaliza la sociedad de Misiones extranjeras de París, nacida en el siglo XVIII, a la que pertenece el padre Adolfo Roulland, hermano espiritual de santa Teresita y misionero en China en 1896... Se fundan en Argel los Misioneros de África o Padres Blancos en 1868, a los que perteneció el Abate Bellière, misionero en África... Otro factor importante a destacar en este resurgir del espíritu misionero en el último tercio del siglo XIX es el aliento del Papa León XIII al trabajo misionero de la Iglesia. León XIII insiste a los Obispos y a los superiores mayores de las Órdenes y las Congregaciones religiosas en la necesidad de fomentar y alentar las vocaciones misioneras. En ese contexto, el Carmelo femenino francés desarrolla ese espíritu misionero no sólo por medio de la oración y el padrinazgo de ciertos misioneros, sino haciéndose presente en lo que se llama tierra de misión, fundamentalmente en el extremo oriente: China, donde Francia ejerció una especie de protectorado sobre las misiones católicas durante la segunda mitad del siglo XIX, e Indochina, territorio de dominio colonial francés .

A todo esto debemos agregar que, por razones ambientales y eclesiales, los carmelos franceses en su mayoría siguen una espiritualidad propia de la época, como es la de la inmolación, reparación y sacrificio por los pecados y los pecadores. A esta influencia no es ajena Teresa, como claramente lo podemos constatar en sus escritos.

Detengámonos brevemente, sin embargo, en los dos hermanos espirituales de Teresa: Adolfo Roulland y Mauricio Bellière . Dos misioneros ad gentes que serán los destinatarios de ese gran deseo de Teresa de salvar almas y sobre todo, de ayudar con su oración y sus sacrificios, en la vida de los sacerdotes. Ellos, recibirán de Teresa cartas magistrales, llenas de teología, espiritualidad e ímpetus misioneros.

Al padre Roulland, escribe:

Me sentiré verdaderamente feliz de trabajar con usted por la salvación de las almas. Para eso me hice carmelita: al no poder ser misionero por la acción, quise serlo por el amor y la penitencia como santa Teresa, mi seráfica Madre... Le ruego, Reverendo Padre, que pida para mí a Jesús, el día que se digne bajar del cielo por vez primera al conjuro de su voz, que le pida que me abrase con el fuego de su amor para que luego pueda yo ayudarle a usted a encenderlo en los corazones .

Igualmente al padre Bellière dedica páginas inmortales:

Le suplico que me alcance también a mí ese amor, a fin de poder ayudarlo en su labor apostólica. Usted sabe que una carmelita que no fuese apóstol se apartaría de la meta de su vocación y dejaría de ser hija de la seráfica santa Teresa, la cual habría dado con gusto mil vidas por salvar una sola alma .

Llama la atención de un texto teresiano que ya hemos citado anteriormente, la originalidad con la que ella misma se define: “apóstola de los apóstoles”. Inspirada en el Evangelio y movida por un inmenso amor a Jesús, ultiliza al menos dos veces esta expresión, en el contexto de la búsqueda y el descubrimiento de su propia vocación contemplativa.

De la misma manera, en esa fusión íntima con la Escritura encuentra el modo de hacer teología de la vida contemplativa al servicio de la misión. Ella se siente Moisés orando a Dios en la montaña para pedir la intercesión por su pueblo, mientras Josué combate en el campo de batalla.

Al igual que Josué, usted combate en la llanura, y yo soy su pequeño Moisés, y mi corazón está elevado incesantemente hacia el cielo para alcanzar la victoria. Mas ¡qué digno de compasión sería mi hermano si Jesús mismo no sostuviese los brazos de su Moisés...!

Escribe también a su hermana Celina, haciendo referencia a esta misma idea que encuentra en el texto bíblico del Éxodo (17, 8-13). Teresa pone en boca de Jesús las siguientes palabras:

Mirad cuántos sitios vacíos hay en mi cielo, a vosotros os toca llenarlos, vosotros sois mis Moisés orando en la montaña, pedidme trabajadores y yo los enviaré, ¡no espero más que una oración, un suspiro de vuestro corazón...!

Es claro, sin embargo, que todos estos deseos de Teresa de salvar almas y de ayudar a los misioneros en la proclamación del Evangelio, no tienen límite en el tiempo. Lo hemos dicho ya; son deseos incluso para cumplir en la eternidad. Y como Dios no pone en el corazón del ser humano deseos irrealizables, ha cumplido los de Teresa incluso luego de su muerte. Al mismo san Francisco Javier, en marzo de 1897, había pedido la gracia de poder hacer el bien en favor de las misiones, después de su muerte. Su vocación póstuma es clara:

Presiento que voy a entrar en el descanso... Pero presiento, sobre todo, que mi misión va a empezar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de dar a las almas mi caminito. Si Dios escucha mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra. Eso no es imposible, pues desde el seno mismo de la visión beatífica los ángeles velan por nosotros .

Este texto nos ilumina, entonces, para sacar algunas conclusiones.

CONCLUSIONES

Comencemos nuestras conclusiones citando un texto de Teresa, que a mi entender, resume muy bien cuál es la verdadera misión cristiana: “¡Ah, lo que nosotros le pedimos es trabajar por su gloria, amarle y hacerle amar!”

Estas palabras de Teresa al abate Bellière nos hacen comprender que nuestra misión cristiana, antes incluso que nuestra consagración religiosa o el ministerio presbiteral, es “amarle” y encendidos por ese amor, comunicarlo a las almas para “hacerle amar”, ahora sí, en lo concreto de nuestra vida y nuestro ministerio. “Amarlo y hacerle amar”: connubio de palabras, verbos en acción, síntesis de toda misión.

Ella nos permite centrar la acción apostólica de la Iglesia desvelando su punto de arranque y su auténtico sentido: el misionero es el que se ha sumergido profundamente en la experiencia de Dios y desea compartirla. Teresa nos estimula a conocer y amar a Jesús como paso previo al darle a conocer, hacerle amar .

Este conocimiento de Jesús, esta profunda experiencia de Dios que en él se nos revela, no excluye una intensa preparación teológica intelectual -charlas, clases, conocimiento de las propuestas magisteriales, etc.-, pero tiene que ser ante todo cordial, fruto de una meditación profunda del Evangelio, de la oración, de la contemplación profunda y atenta de la vida, de la Palabra que Dios nos envía en cada hermano que nos sale al encuentro.

El 750° aniversario de la aprobación definitiva de la Regla Carmelitana por parte del Papa Inocencio IV, nos recuerda estos elementos que hacen parte de la memoria viva de nuestros orígenes: centralidad de la Palabra, oración constante para meditar lo que ella nos quiere comunicar y acción apostólica, como medio para poder expresar “los secretos del Rey”, como decía Teresa.

La oración carmelitana es apostólica. Ella es compasión y acicate para regalar a los demás, sobre todo a los pequeños y a los pobres, las riquezas recibidas en la relación con Dios. El compartir los dones de la espiritualidad carmelitana contribuye a construir el mundo de los hijos de Dios. El Dios contemplado es Aquel que escucha el grito del pobre y se hace su garante. Hoy el mundo tiene necesidad de esperanza y transformación, y nosotros podemos ayudar a construirlo con la fuerza del Espíritu... Es así como la pasión por Cristo se convierte también inevitablemente en pasión por el hombre, desde el momento que Él ha venido a salvar a toda la humanidad perdida, sin distinción de cultura, raza o lengua. El Espíritu de Jesús, acogido en el silencio contemplativo, da la libertad de espíritu e incita a dejar las seguridades para ir al encuentro de los hermanos y hermanas necesitados de esperanza .

Abrasarse enteramente en el amor de Dios, para luego poderlo hacer conocer y amar. Esta frase es síntesis, compendio de la carta magna del cristiano, el sermón del monte . Dejarse quemar por el fuego del amor de Dios para convertirse luego en antorchas que iluminen un mundo ensombrecido por el dolor, la muerte, la explotación, el pecado. Frente a esos poderes que parecen alzarse victoriosos en determinados momentos de la historia, el apóstol de Cristo sólo puede ofrecerse como luz que se consume, que se entrega y gasta en el amor a todos los hombres y mujeres; luz que ilumina en las palabras de consuelo que son las bienaventuranzas.

La plenitud de Dios en Teresa, transforma su alma en amor y la pone a su vez en movimiento del don de sí misma; en las actividades más ínfimas de la vida ordinaria, se da a su prójimo, a la humanidad. “Teresa sabe por experiencia que ‘el más pequeño movimiento de puro amor es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas’”. Es un continuo velar amoroso para vivir cada instante en el amor más puro. Un ruido desagradable durante la oración, una hermana descuidada en la lavandería... todo es ocasión para amar como Cristo, gracias a Él y por Él, con el fin de salvar el mayor número de almas. Sí, a pesar de su deseo de dedicarse a obras apostólicas, Teresa obedece a la llamada divina que la separa de todo, porque ella está segura de las promesas de Cristo: su fidelidad a Dios será más útil a las almas que una actividad que Él no quiere para ella.

Todo esto que hemos dicho nos lleva a hacernos varias preguntas: ¿Tenemos verdaderamente algo para comunicar? ¿Nuestra experiencia fundante de Dios arde aún lo suficiente para lanzarnos a comunicarlo? ¿Nos escuchamos a nosotros mismos, nuestras reflexiones y homilias, para reconocer la verdad o no de lo que decimos? ¿Tenemos clara cuál es nuestra misión como cristianos, aún más, como carmelitas en la Iglesia? ¿Tenemos conciencia, a la luz de la experiencia teresiana, que podemos ser misioneros, allí donde el Señor nos ha puesto? ¿Tenemos clara la dimensión escatológica de la misión de la Iglesia? Ser cristiano, consagrado, carmelita y sacerdote nos pone de frente, sin lugar a dudas, a una gran responsabilidad. Pero sólo será posible cumplir esta misión en la Iglesia y en el mundo, si dentro de nosotros arde amorosa y tiernamente el fuego de una amistad. Fuego que transforma, purifica y lanza a la misión como en pentecostés, porque es la fuerza del Espíritu, que es comunicación de amor de la Trinidad que nos habita. Sólo el amor vivido en intimidad profunda, non podrá convencer de la necesidad que tiene hoy la humanidad de nuestros actos más pequeños, de los impulsos de nuestros corazones, de la donación de nosotros mismos en favor de los demás. Sólo así podemos ser misioneros en la vida cotidiana, amándole y haciéndole amar.

Quiero terminar esta reflexión con las misma plegaria con la cual el Papa Benedicto XVI ha concluido su primera encíclica “Deus caritas est”, porque no podemos olvidar que María fue y sigue siendo instrumento de amor para hacer amar a Jesús.

Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enseñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.

AUTOR:  Jorge Humberto Restrepo A.