Isabel nos enseña que no está en el “qué” el sentido de la adoración y del recogimiento. Si así fuera, sólo algunos privilegiados podrían vivir en constante adoración y, por el contrario, nada más natural para quien reconoce al Misterio santo en su vida que adorar. Adora quien...
“Si conocieras el don de Dios…” Cuando Isabel nos invita a sumergirnos en el abismo de nuestra interioridad, santuario secreto donde mora el Misterio trinitario, nunca piensa en un misticismo evanescente ni en una huida de la realidad. Por el contrario, ella como nadie sabe convertir la vida cotidiana, llena de afanes y movimiento, en un verdadero canto de alabanza. Nos mostrará siempre con decisión que la interioridad se opone a superficialidad, nunca a “exterioridad”, esa pobre exterioridad nuestra sin la cual no podemos vivir. El secreto de Isabel reside en esa peculiaridad de la persona totalmente centrada, de una interioridad profunda y viva que da color a cada paso, a cada gesto, a cada palabra.
Esta sabiduría, que permite transformar el cotidiano vivir en espacio de adoración, la encuentra sobre todo en María. La Virgen del Adviento nos aparece sumergida en las actividades normales de cualquier mujer de su época, más aun, urgida por el amor humilde y callado que la llevan por las montañas a casa de Isabel. Nada, por tanto, más ajeno a una imagen de recogimiento ensimismado y desentendido de la vida. Sin embargo, Isabel descubre en María a la espera de ser madre el maravilloso icono de la Virgen Adorante porque conoce el don de Dios… Y “¿qué don de Dios es ése sino Él mismo?”.
En María se ha hecho carne la Vida misma, pero antes aun de su encarnación, lleva en sí el don de Dios por su humildad y su fidelidad. Su corazón se hace puro reflejo de la luz divina porque no vive sino para hacer la voluntad del Señor. Su Fiat resume toda su existencia y en este momento, María se convierte para siempre en templo de Dios, posesión suya. Ella conoce el don de Dios, pero su conocer no significa desvelar el misterio ni posesionarse de él. Su conocer es adorar.
Su corazón está habitado y ella se convierte en “ideal de las almas interiores, esos seres que Dios ha elegido para vivir dentro de sí, en el fondo del abismo sin fondo”. Significa la persona unificada, centrada y en silencio, pero no un silencio hecho de ausencia, sino el silencio que surge del olvido de sí, del constante trascenderse que no se ancla en sus propios deseos ni sentimientos, en las cosas ni en las actividades, que no absolutiza nada porque sólo hay un absoluto: Dios y su querer.
Vivir desde el fondo del abismo interior, por tanto, va mucho más allá de una actitud o descripción psicológica. Se trata de una actitud profundamente teologal de quien siempre se dispone a salir de sí en profunda libertad interior para convertirse en radical escucha y obediencia al Señor, en total donación de sí que “retorna hacia los hombres, se compadece de todas sus necesidades y se inclina sobre todas sus miserias”. La Virgen adorante es la mujer totalmente centrada porque vive totalmente descentrada: centrada en Dios y descentrada de sí.
María, la mujer del Adviento, no sabe aun cómo será la historia que Dios quiere escribir con ella, ignora qué sucederá mañana. Sin embargo, sabe perfectamente que una sola cosa es necesaria y de ella vive. Escucha y guarda en el corazón cada palabra, cada acontecimiento, que le van hablando del proyecto de Dios. Tras la Anunciación, el ángel la dejó, nos dice el evangelista, y con frecuencia olvidamos esta frase. No hay para ella más palabras, más luces divinas. María queda en silencio y a oscuras, caminando en esperanza. Su corazón guarda todo como un preciado tesoro que sólo lentamente descubre sus bellezas desde la fe y el amor. Ahí, en el más profundo centro, se encuentra María en todo momento. Por eso será el mismo amor, la misma motivación divina, la misma atención creyente, la que ilumine su oración, su servicio, sus palabras y silencios… las cosas cotidianas quedan transfiguradas y “hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella pues la Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos”.
Isabel nos enseña que no está en el “qué” el sentido de la adoración y del recogimiento. Si así fuera, sólo algunos privilegiados podrían vivir en constante adoración y, por el contrario, nada más natural para quien reconoce al Misterio santo en su vida que adorar. Adora quien mira al Señor como María, desde la profunda conciencia de su pobreza y de la inmensidad del amor divino; quien escucha al Señor como Ella, en total disponibilidad y obediencia que se alimentan de su santa voluntad.
María acoge la Vida que lleva en su seno como don de Dios y, ciertamente, la Trinidad misma la habita tejiendo en Ella al Hijo encarnado. Todo en su vida prosigue igual, pero todo es radicalmente distinto. Ya sólo vive para ese don que lleva en las entrañas, sabiendo que no le pertenece porque será Salvador y Mesías de su pueblo. Su misión es guardarlo y entregarlo en su momento, su misión es… adorar desde el corazón.
Citas de El cielo en la fe, día décimo.
TOMADO DE: http://www.cipecar.org