La vida del Padre Francisco Palau contada por él mismo

La vida del Padre Francisco Palau contada por él mismo

No es la primera vez que me piden que recuerde los ajetreados pasos por esa vida que se me regaló. Iría a cumplir ahora 200 años y creo que el “cumpleaños” bien merece recordar cuántas gracias debo dar por esa etapa.

Vine al mundo el 29 de diciembre de 1811 en Aytona, un pueblecito leridano rodeado de viñas y olivares. Mis padres, José Palau y Mª Antonia Quer me pusieron el nombre de Francisco. Era el séptimo de una familia de nueve hermanos. Crecí en un ambiente sencillo y religioso. La oración en familia, las prácticas religiosas en la parroquia, la atención a los que menos tenían y las primeras letras en la escuela llenan mis recuerdos hasta los trece años.

En 1924 mi hermana Rosa contrae matrimonio, se traslada a vivir a Lérida y me lleva con ella. Esto me dio la oportunidad de ir más allá de las “letras” que se estudiaban en la escuela de Aytona. Me gustaba leer, disfrutaba con cada cosa nueva que conocía y al año de estar en Lérida conseguí una beca para estudiar en el Seminario.

Estudié en el Seminario Leridano hasta el 1832. Latín, filosofía, teología,… me encontraba cómodo escrutando estos saberes, pero sobre todo fue calando en mi interior la savia que hacía crecer la semilla que mis padres habían sembrado y cuidado en Aytona.

Se diría que el camino que iba recorriendo no ofrecía lugar a dudas: al terminar mis estudios sería ordenado sacerdote. Pero, conforme iba caminando, comencé a no tenerlo tan claro. La vida religiosa me fue atrayendo cada vez con más fuerza, tanta que en octubre de 1832 he dejado el seminario y llamado a la puerta de los Carmelitas Descalzos en Barcelona. En ese mes comencé el postulantado y al mes siguiente era un novicio Carmelita que vivía la intuición de una elección acertada. Cuanto más conocía el Carmelo, más feliz y centrado me sentía.

El ambiente político estaba más que revuelto. No eran buenos tiempos para la Iglesia, ni para sus seguidores. Aún así decidí realizar mis votos. La revolución de julio de 1935 me sacó de mi convento en llamas. Salía acompañando a otro hermano que estaba ciego. Conseguí refugiarme en casa de unos vecinos, pero la guardia real me descubrió al día siguiente, me llevó a la cárcel de la Ciudadela donde se encontraban otros muchos religiosos. Tenía 24 años cuando me detuvieron por primera vez y, no iba a ser la última.

Con la libertad, me dieron un pasaporte para dirigirme donde creyera “más conveniente”. Las Órdenes Religiosas han sido suprimidas, no sé qué hacer y mis pasos se encaminan a Aytona, a la casa de mis padres. Allí ayudo en la Parroquia, trabajo en el campo, procurando momentos de soledad y oración. Mantengo contacto con mis superiores, también exclaustrados, que me orientan hacía la ordenación sacerdotal. No estaba muy convencido, mas “consentí en ser sacerdote bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno me alejaría de mi profesión religiosa” (VS).

Las misiones populares y los servicios religiosos prestados al ejército carlista en Berga, me procuraron el título de “Misionero Apostólico” y también la salida a Francia cuando este ejército fue expulsado. Esperaba encontrar en la nación vecina un ambiente más propicio para la vida religiosa que tanto deseaba.

La verdad es que el panorama no cambió mucho. Encontré soledad en Perpignan, regularicé mi situación canónica y ejercí el apostolado entre los refugiados españoles y oriundos de la zona. Predicación y soledad, ora solo, ora con algunos jóvenes que se me unían; comencé a recorrer el sur de Francia en estas tareas. Mi forma de vida y predicación despertó cuanto menos sorpresa, no solamente en algunos jóvenes sino también entre los eclesiásticos del lugar. Unos decía que parecía un santo, otros me consideraban un intruso y hubo hasta quienes me tacharon de hereje. Yo sólo quería vivir mi vocación.

Es verdad que tuve dificultades pero también conocí a muy buena gente. Gente sencilla y, también nobles, que me ofrecieron su apoyo y hospitalidad. No puedo dejar de recordar a Juana Gratias, la buena Juana, con la que compartí itinerario espiritual y que me fue fiel en vida y hasta después de mi muerte. Cuando regresé a España, ella y otras jóvenes con inquietudes espirituales esperaban mis orientaciones para comenzar una nueva vida religiosa.

En Barcelona, el Sr. Obispo, Costa y Borrás me encargó de la formación en el Seminario y me permitió ayudar en la Parroquia de San Agustín. Aquí vio la luz “La Escuela de la Virtud”. Su objetivo fue la formación religiosa y social de los obreros, la catequesis de adultos. Nos reuníamos todos los domingos y no tardó en ser conocida en toda la ciudad. Pero en los tiempos que corrían empezó a levantar sospechas y fue acusada de movimiento político. Hubo voces que defendieron “La Escuela” y su labor humanitaria, religiosa y social pero pudieron más el miedo y las injurias. Con dolor vi como se cerraba y yo fui desterrado a Ibiza el 9 de abril de 1854. Me sentí nuevamente sin rumbo.
La isla me brindó espacios de soledad. En medio del Mediterráneo se alzaba majestuoso el Vedrá, un pequeño islote. Allí encontré paz y sosiego. Había sido desterrado a la fuerza y sin embargo, cada vez que me recluía en su cueva “¡Qué feliz yo si de aquí no saliera más!”. Pero la realidad social y eclesial me sacaban de mi retiro y una vez más, pude armonizar el apostolado, la vida fraterna con los amigos que me seguían y el retiro.
En Ibiza comencé a escribir mi experiencia de oración, “Mis relaciones”. Mantenía el contacto con los amigos de Barcelona y con las jóvenes de Francia y de España que deseaban vivir su entrega a Dios en comunidad. ¡Qué feliz el día que llegó la imagen de “Nuestra Señora de las Virtudes” que había sido salvada en el cierre de “La Escuela”!. Tenerla allí, tan cerca, daba aliento a cada acontecimiento diario.
Sentía como dentro de mí crecía y crecía un amor a la Iglesia que me mantenía inquieto y en búsqueda. ¿Cuál era mi misión? ¿Cómo podía servir mejor a la Iglesia? ¿Quién era la Iglesia? ¿Cómo podía amarla sin conocerla? Mis soliloquios con ella aumentaban mi deseo de conocerla y darla a conocer pero no acaba de verlo claro.

Fue en la Catedral de Ciudadela, en el mes de noviembre, mientras predicaba la novena de las ánimas, cuando la descubrí, y desde ese momento mi vida da un gran giro. El Señor me mostró que deseaba de mí y yo sentí su fuerza y que ya nada podría detenerme.

Por estas fechas llega el fin de mi confinamiento. Vuelvo a la península: Madrid, Barcelona, Lérida, una y otra vez regreso a las islas. Mi vida trascurre entre las misiones populares, la asistencia a enfermos, que lo eran de cuerpo y de espíritu, hasta llegué a practicar el exorcistado, la publicación de diversos artículos en prensa y el acompañamiento a aquellos primeros grupos comunitarios tanto de hermanos como de hermanas. “Cuando Dios me llama, nada hay de cuanto se me pone por delante, por terrible y desagradable que sea, que no lo asalte y atropelle”

Los grupos comunitarios, sobre todo los de mujeres, se van extendiendo poco a poco. Desde Lérida y Aytona han llegado hasta Ciudadela, Ibiza, Barcelona, Fraga, Grau, Estadilla, Tarragona. Las visito siempre que me es posible y la correspondencia es fluida entre nosotros. Sin duda el empeño, la confianza, el sacrificio y la fortaleza espiritual de Juana fueron decisivos en momentos nada fáciles. Al compartir con ellas mi experiencia hicieron vida esa armonía entre la intimidad con Dios a la que se sentían llamadas y el servicio a los hermanos, fundamentalmente los más pobres, revelado en el Evangelio de Jesús.

Volví a estar bajo sospecha y en el año 1870 era detenido y procesado. El proceso terminó con absolución, eso sí, pero las autoridades eclesiásticas me exigieron dejar la tarea del exorcistado. No lo entendí, pero lo acaté.

Lucha del alma con Dios, La Vida solitaria, El Catecismo de las Virtudes, La Escuela de la Virtud vindicada, Mes de María, La Iglesia de Dios figurada por el Espíritu Santo y sobre todo, mi escrito más preciado, Mis relacione,” daban a mi espíritu la oportunidad de compartir mi experiencia de amor y de entrega a través de esos escritos.

Como veis yo, que creí desear una vida apacible y tranquila en ofrenda al Señor, me vi envuelto en “mil negocios” pocas veces bien comprendidos y que en más de una ocasión, hubieran predicho una muerte a mano de perseguidores de la Iglesia por la que tanto luche. Pero no fue así, la muerte me sorprendió en Tarragona cuando al ir a ayudar a una de las comunidades que allí residían asistiendo a los enfermos de peste, una pulmonía me obligó a guardar cama y allí, rodeado del cariño de mis hijas, el 20 de marzo de 1872 mi Amada me acogió sin velos en su seno.

AUTOR: Charo Alonso