Enrique de Ossó y Santa Teresa

Enrique de Ossó y Santa Teresa

Enrique de Ossó es conocido como “el apóstol teresiano de siglo XIX”. Si ahora unimos en un solo enunciado su nombre y el de la Santa, no es para yuxtaponer y confrontar las dos figuras, sino para establecer su dependencia: vinculación de Enrique de Ossó a la Madre Teresa de Jesús.

La Santa de Ávila es una de esas grandes figuras que han pasado dejando tras sí un surco que sigue hendiendo la historia y atrayendo hombres hacia su persona. No todos han logrado acercársele por igual. Ha tenido admiradores y lectores, estudiosos y críticos – los llamados teresianistas -, ha tenido también carismáticos que se han hundido en su mismo surco y bebido su espíritu, enrolándose en el movimiento espiritual que ella suscitó, para ser voceros de su mensaje y, en cierto modo, sacerdotes de sus carismas. Por eso, entre ellos hay no sólo epígonos repetidores, sino figuras de talla, no sólo deudores sino acreedores de la misma Teresa de Jesús, hombres que han reactualizado su figura y reencarnado su espíritu de cara a generaciones que no la conocieron a ella en carne mortal. Así por ejemplo, Fray Luis de León, Palafox, La Fuente, Bossuet, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio, Carlos de Foucauld…

Enrique de Ossó forma en esa galería de grandes teresianos. Vamos a estudiar aquí no sólo lo que él recibió de Teresa de Jesús, sino el cuadro entero de dependencias y aportaciones: la subitánea y explosiva recreación del teresianismo que él decidió para su generación en la segunda mitad del siglo XIX, exactamente la que precede a la llamada generación del 98.

Comencemos situándolo en ese marco histórico.

Marco histórico teresiano

Recordemos que Enrique de Ossó nace en 1840, y muere en 1896. Para situarlo cronológicamente, dividamos su siglo en dos porciones desiguales: primera mitad, los cuarenta años que preceden a su nacimiento; segunda, los 56 que él vivió.

Diríase que el siglo nace con auspicios favorables a Teresa de Jesús. De nuevo se la declara patrona de la nación. “En tres de septiembre de 1811, don Antonio Larrazábal, diputado por Guatemala, movió esta cuestión (del patronato teresiano), por especial encargo de su provincia, recordando el voto de Carlos II, ya citado. En 21 de abril del año 1812, los Padres Carmelitas de Cádiz presentaron un memorial, pidiendo que se hiciese valer la resolución de las Cortes de 1617 y 1626, sobre el patronato de la Santa. En 23 de junio del año  1812, cinco diputados comisionados a este fin dieron su informa favorable, y sin controversia, por unanimidad, se decretó en 28 de junio de 1812 el patronato de Santa Teresa de Jesús en España, decreto que fue confirmado por la regencia del reino en nombre del rey Fernando VII, en 30 de junio del mismo año” (1). En estos términos recordaba el hecho don Enrique en los primeros números de su Revista Teresiana.

Pero el gesto laico de las Cortes de Cádiz careció de trascendencia. Los años que siguen son paradójicamente los más estériles de toda la historia teresiana en España. Para comprobarlo, basta referirnos a las ediciones de sus obras. Tanto más sintomáticas, si se las confronta con la escalada editorial de las mismas en idiomas extranjeros. A lo largo de los 40 primeros años del siglo, no conocemos una sola edición de la santa – ni obras completas ni libros aislados – que haya salido de las prensas españolas. Con la sola excepción de las páginas espurias de los “Avisos”, editados al menos tres veces. Mientras tanto, en Francia las ediciones se repiten a ritmo acelerado: no menos de 37 impresiones; casi a unidad bibliográfica por año (2).

También han bajado a cuota cero los estudios sobre la Santa. Excepción única y digna, la obra divulgativa del carmelita Manuel de Traggia, titulada “La Mujer Grande” (Madrid 1807), que merecerá los honores de la reedición por iniciativa de Ossó (Barcelona 1882) (3). Cuando hacia 1844 el joven escritor Jaime Balmes intente escribir un ensayo teresiano, solicitado desde París por el célebre Veuillot, se verá precisado a elaborar una bibliografía de libros viejos a base de autores de los siglos XVI, XVII y XVIII. Ni uno solo de su siglo (4).

Esa baja de los valores teresianos con que topará Ossó al promediar el siglo, no era herencia del pasado. Al contrario. En el último tercio del siglo anterior, había precedido una generación de teresianistas excepcionales, hombres que por primera vez recorren los caminos de España para recoger documentación de primera mano, para fichar y estudiar directamente los autógrafos de la Santa, depurando críticamente sus textos, preparando de ellos una edición seria que descartase las deficiencias de todas las anteriores, y acumulando materiales para rehacer su historia personal. Se suceden en la tarea estudiosos carmelitas cuyos nombres figuran aún hoy sin desdoro al lado de los especialistas de última hora. Recordemos los nombres de Andrés de la Encarnación (1716-1795), Antonio de san Joaquín (1694-1775), Antonio de san José (1716-1794), Manuel de Santa María (1724-1792)…

Pues bien, los estudios de esos hombres yacerán en el olvido durante más de medio siglo. Volverán a la escena sólo en la segunda mitad del XIX, precisamente cuando Enrique de Ossó haya provocado un repentino huracán de interés por lo teresiano.

Una somera visión panorámica bata para calibrar las proporciones del cambio. Las obras de la Santa alcanzan de repente una alza editorial jamás lograda en siglos anteriores. Ingresan en las grandes colecciones de autores clásicos, o místicos, o universales. Por ejemplo, en el “Tesoro de Autores Ilustres” (Barcelona), en la “Biblioteca Católica” (Barcelona), en el “Tesoro de Autores Místicos” (París), en la “Librería religiosa” (Barcelona), y en las grandes colecciones: “Biblioteca clásica de religión” (Madrid), “Biblioteca de Autores Españoles” (Madrid), Biblioteca Escogida (Madrid), “Biblioteca Universal” (Madrid), “Biblioteca Salvatella” (Barcelona), Biblioteca “La correspondencia de España” (Madrid) (5).

Son más numerosas, como es natural, las ediciones fuera de serie. Han llegado a registrarse no menos de 72 impresiones, totales o parciales, de los escritos teresianos en esa segunda mitad de siglo (1841-1896) (6).

En ese contexto, un profesor de la Universidad Central de Madrid, Vicente de la Fuente, redescubre el arsenal teresiano acumulado casi cien años antes por Andrés de la Encarnación y Manuel de Santa María, y con él a la vista ofrece por primera vez una edición crítica de las obras de la Santa (Biblioteca de Autores Españoles, 1861 y 1862). Acto seguido, lanza él mismo una serie de ediciones populares que hallarán clientela ávida y copiosa en las filas de aficionados teresianos suscitados por Enrique de Ossó. Y por fin el mismo don Vicente de la Fuente, intelectual locamente apasionado de la Santa, agotará sus ahorros en una empresa editorial atrevida y dispendiosa, con la reproducción en facsímil de los autógrafos teresianos de la Vida (1873), Fundaciones (1880), y Cartas. Lo seguirán en la tarea     otros dos hombres insignes: el carmelita, gran amigo de don Enrique, Cardenal Joaquín Lluch con la edición facsímil del autógrafo de las Moradas (7), y su otro amigo, el sacerdote vallisoletano Francisco Herrero y Bayona, con la edición   fotolitográfica de los autógrafos del Camino, del Modo de visitar los conventos y cartas de la Santa (1881 y 1883).

Estos últimos datos son relevantes. Indican el grado de actualidad y pujanza editorial alcanzados súbitamente por los escritos teresianos. Eran aquéllas las primicias de la litografía española. Lujo editorial no conocido por ninguno de nuestros grandes autores clásicos. Con ciertos visos de quijotesco en la empresa, de cara sobre todo al flojo bolsillo del lector español. Era normal que aquellas ediciones facsímiles llevasen la ruina a los editores. Así ocurrió de hecho a don Vicente. Y poco menos a Herrero y Bayona. Lo interesante es que a la hora de la verdad ningún mecenas de las letras españolas apoyó aquella empresa como el pobre Enrique de Ossó. Desinteresadamente reservó, durante meses, las cubiertas de su Revista Teresiana para el pregón propagandístico de los dos editores. He aquí el anuncio de la edición litográfica de Vida en una de las cubiertas de la revista de 1873, mientras está en marcha la edición por entregas:

“Vida de Santa Teresa de Jesús, publicada por la sociedad foto-litográfica-católica bajo la dirección del Dr. D. Vicente de la Fuente, conforme al original autógrafo que se conserva en el real monasterio de San Lorenzo del Escorial.

Va repartida la entrega 12 de esta interesante obra que recomendamos a todos los amantes de las letras y de las glorias nacionales.

La reproducción es un facsímil completo del original, de modo que los literatos no necesitarán ver los que se guardan en la Biblioteca del Escorial, en monasterios y en otros puntos, como tesoros de grandísimo valor, para estudiar la lección del texto y decidir acerca de la que debe aceptarse cuando se presente dudosa. Para la reproducción de las obras de Santa Teresa se ha acudido a los señores D. Antonio Selfa y D. Manuel Fernández de la Torre, a cuyo cargo han estado los trabajos artísticos para la de la primera edición del Quijote, hecha por el Sr. D. Francisco López Fabra.

Las obras de Santa Teresa se publican en papel del mismo color, tamaño y calidad de los originales. En una de las páginas va el autógrafo, y en la otra su declaración con las notas y aclaraciones que se consideran necesarias. Cada una de las entregas cuesta 15 reales, que se pagarán adelantados. La administración de la sociedad está a cargo de su secretario D. Higinio Ciria, Ancha de San Bernardo, 69, segundo, Madrid”.

Igual pregón para la edición del Camino por Herrero y Bayona, en las cubiertas de la Revista en 1883 (8).

Es normal que hacia el fin de su vida el mayor teresianista del siglo, don Vicente de la Fuente, se sintiese atraído por la obra de aquel joven sacerdote catalán. En 1889 acepta formar parte del tribunal de exámenes en el colegio fundado por don Enrique en Madrid. Y allí, en una casa teresiana, será sorprendido por la última enfermedad. Desde la Revista Teresiana, Ossó dedicará al “queridísimo catedrático” cuatro páginas de elogio y recuerdo emocionados (9). Por su interés y a título de documentación las reproducimos anastáticamente en la sección final de esta Revista.

Los escritos teresianos son parámetro y vector de la presencia de la Santa. Inevitable punto de referencia para medir los altibajos del teresianismo en cuento movimiento espiritual. Al lado de ellos – de los escritos – entran en juego otros factores que aquí no podemos soslayar. El movimiento espiritual teresiano se encarnó, desde los días de la Fundadora, en su familia religiosa, la llamada Reforma Teresiana, que en el siglo XIX sufre una crisis violenta y vive vida azarosa. Tras los vaivenes de las primeras revoluciones de la centuria, en 1835 y 1836, los carmelitas descalzos reciben el golpe de gracia; primero con la desamortización, en que pierden el patrimonio teresiano  - local, documental y bibliográfico – acumulado durante tres siglos; luego, con la supresión y emigración al extranjero. Baste recordar los dos casos-tipo, Madrid y Barcelona. En Madrid, robo y dispersión del archivo general de la Orden, que sólo en parte aterrizará en la Biblioteca Nacional. En Barcelona, incautación de la biblioteca conventual  - que pasará a engrosar los primeros fondos de la Biblioteca  Universitaria de la ciudad – desbaratamiento de la imprenta y de la fábrica de letras de molde, regentadas ambas por la comunidad carmelitana de San José, editora de las obras teresianas en siglos anteriores (10).

Ajustándonos a las dos fracciones en que hemos dividido el siglo, en el primer tiempo (1800-1840) el carmelo español tiene vida difícil, que culmina con la total supresión de la rama masculina en 1836. A mitad del segundo tiempo, los carmelitas descalzos regresan de Francia a España (1868). Hallan clima favorable y terreno bien preparado. Y tienen rápido arraigo y expansión.

La vocación teresiana de don Enrique surge en ese espacio vacío, entre la supresión y la restauración del carmelo español. Tendrá él la suerte de ponerse en contacto con la única comunidad carmelitana salvada del naufragio: el Desierto de las Palmas, que sobrevivió a la supresión del 36 y conectó cuarenta años después (1876) con los restauradores que regresaban del destierro. Son hechos que enmarcan de cerca la tarea teresiana de Ossó y que influyen en el brote de su vocación. Ese diagrama del teresianismo a lo largo del siglo XIX coincide con el que hizo él mismo mucho antes que nosotros. En 1872, en la serie de artículos dedicados a estudiar el patronato de santa Teresa sobre España, tras estudiar la decisión de las Cortes de Cádiz, recordaba él la valoración hecha por los Bolandistas al promediar el siglo: sea por lo que fuere, “lo cierto es que en 1846 el padre Vandermoere ha podido escribir con verdad estas palabras: No queda hoy día vestigio siquiera, en España, del patronato de santa Teresa de Jesús” (11). Pero de 1846 en que escribía el bolandista belga,  a 1872 en que lo hace don Enrique, las cosas han cambiado. Ahora, desde la nueva óptica de éste, resulta claro que “vivía latente en gran parte de nuestra trabajada España el amor a Teresa de Jesús: ofrecióse coyuntura; y se manifiesta poderoso…No de otro modo se explica cómo al llamamiento de un joven sacerdote responde con entusiasmo tanta multitud de personas de todo sexo y condición: desde el distinguido aristócrata hasta el humilde labriego; desde la dama del gran mundo hasta la recogida religiosa” (12).

La “coyuntura” y “el sacerdote” que decidieron ese cambio de signo, coinciden en la persona de don Enrique.