La segunda salida de Santa Teresa de Jesús

La segunda salida de Santa Teresa de Jesús

Muerta Santa Teresa de Jesús en 1582, los frutos de su Reforma se extendieron por todo el orbe de la tierra. Tan universal como San Ignacio de Loyola, llegó un momento en que no hubo ningún país cristiano en que no se hablase de ella con admiración y, lo que es más importante, con amor. Particularmente en España fue profundamente querida, hasta tal punto que sería empresa poco menos que imposible a las fuerzas humanas calcular las dimensiones que alcanzó en el corazón de los españoles el amor a su persona, a su espíritu y a sus obras.

Había sembrado los caminos de España de una buena nueva fecunda y graciosa y los hombres miraron con embeleso durante mucho tiempo a aquel ángel que, sin dejar la tierra, había pasado por ella cantando como nadie gloria a Dios en las alturas y paz a la buena voluntad. Duró este cántico suyo tanto como su primera salida, es decir: desde 1562, en que fundó el primer convento Reformado, hasta 1582, en que su alma subió al cielo.

Dejóse de oír su voz, pero no murió su influencia. El mundo de la devoción y la cultura tuvo prisa por manifestar lo que de ella sentía y brotaron a raudales elogios subidísimos a la mujer incomparable, nunca jamás interrumpidos. Fray Luis de León se da la mano sobre la curva de los siglos con Menéndez Pelayo y Juan Valera pasando por San Francisco de Sales, Bossuet y tantos otros. Sin embargo, más aún que el ingenio de los hombres preclaros, fue el pueblo, el sencillo pueblo cristiano el que mejor supo honrarla, al correr hacia ella buscando en su espíritu la verdadera vida. Muchos aprendieron en Santa Teresa a amar a Dios y a apetecer para sus ojos cansados la luz esplendorosa de la perfección cristiana. Todo esto fue uno de los frutos de la que yo llamo su primera salida.

Los hombres que han recibido de Dios una misión destinada a perpetuarse en la tierra no mueren nunca. Su paso por el mundo no es más que una jornada en el camino. Bajan al sepulcro, descansan, y cuando alguien con demasiado apresuramiento pudiera creer que todo se ha reducido a cenizas, se encuentra un día con la gratísima sorpresa de que la tumba se abre y otra vez vuelve a la vida el enviado de Dios. Es su espíritu, que de nuevo se presenta a los hombres porque así lo quiere el Señor de las fuerzas ocultas. La historia está llena de ejemplos de esta índole y se ha hecho célebre la frase, aplicada por vez primera al Cid Campeador, según la cual nunca han faltado caudillos y conquistadores que ganaran batallas después de muertos. En el orden de la renovación de costumbres por la influencia de la doctrina y de la vida, la Iglesia Católica sabe y da gracias al Señor por el hecho de que algunos de sus hijos, dotados de especialísima fecundidad, nunca han desaparecido del todo. Parece como si tuvieran el poder de resucitar en un momento determinado. Santa Teresa también salió un día del sepulcro para hacer su segunda salida. Era necesario que la hiciera.

Estamos en el segundo tercio del siglo XIX español. Pronto será inaugurado el ferrocarril en su primera línea de Mataró a Barcelona. Todavía no hay más que caminos fangosos y polvorientos con diligencias y posadas, en las cuales, cuando cae la noche, los arrieros cuentan historias truculentas de bandidos, no tan románticos como los que vendrán después, y evocan los mil y mil recuerdos y leyendas de la pasada guerra contar los franceses. ¡Qué afición hemos tenido los españoles a hablar de “la francesada”! ¿Quién que tenga treinta o cuarenta años  no ha oído referir a sus abuelos preciosas y romancescas narraciones, tan llenas de calor íntimo y vital como si Napoleón y sus generales hubiesen sido contemporáneos suyos y vecinos de su pueblo?

Pues, ¿y las guerras carlistas? De sangre, de voces de mando y de caudillos estaban llenos los montes de Cataluña, Navarra y Vascongadas. Las partidas abundan entonces como hoy pululan los turistas. En los hogares y en los templos, en las escuelas y los ayuntamientos, en las plazas, ventorros y caminos soplaban los vientos de la discordia, crecía la división, extinguíase la paz y España entera era como una huérfana sometida a todas las inclemencias, que se consumía en su pobreza, medio desnuda y desgarrada.

La pura y limpia religiosidad de los espíritus no podía subsistir en aquel ambiente de tanta agitación y confusionismo. Familias buenas formaban en uno y otro bando. Católicos ejemplares llenos de rancias virtudes cruzaban entre sí las balas de sus escopetas y fusiles y en los hogares llenos de noble austeridad se veían los venerables tomos del “Año Cristiano”, lo mismo en las manos vacilantes de algún viejo liberal que entre los dedos finos y suaves de alguna jovencita que había perdido a su padres luchando a favor de los carlistas.

La alta dirección de los movimientos políticos tenía, es verdad, diverso sentido y trascendencia. Pero la falta de información cumplida, el furor de la lucha a campo abierto, los excesos que inevitablemente se producen en tales circunstancias, los abusos del poder, el ansia violenta e irreprimible de un mayor sosiego en campos y ciudades, rompía en mil fragmentos la necesaria serenidad del pueblo, perpetuamente infante, para caminar con calma y con mesura.

Resultado de todo ello fue que desapareció la unidad en todos los aspectos importantes de la vida y se creó un clima propicio a la germinación y desarrollo de las ideas disolventes que hacía tiempo habían puesto sitio a este rincón de la vieja Europa Cristiana, antes tan sano y tan fecundo.

Una nueva figura desconocida hasta entonces, la del fraile exclaustrado, habíase hecho popular exponente de la situación tristísimo a que se llegó en el orden religioso. Perseguidas de mil maneras las órdenes monásticas, confiscados los bienes de la Iglesia, intermitentes y frecuentemente hostiles las relaciones con la Santa Sede, exacerbados por las guerras intestinas los más crueles sentimientos de odio y  animadversión entre ciudad y ciudad y aún de familia a familia, abandonados y sin paz los seminarios, con un carácter como el nuestro tan de por sí propenso a las ardientes y arrebatadas explosiones, fue desapareciendo poco a poco de la vida civil aquel noble sentido de piedad cristiana, profunda e ilustrada, gala exquisita de las generaciones anteriores. Languidecían los estudios eclesiásticos y moría por falta de cultivo la flor de la devoción, que en otro tiempo había crecido alimentada por las aguas riquísimas de nuestros autores místicos y ascéticos.

Progresistas liberales, demócratas y republicanos, y dentro de todos ellos los revolucionarios más audaces del pensamiento o de la espada, abrieron los caminos por donde llegaron hasta nosotros, atravesando fronteras, nuevas insignias políticas y nuevas tendencias filosóficas, literarias y religiosas que tomaron posesión de nuestros hogares, amenazando convertir en ruinas las altas torres, más espirituales que materiales, de nuestros viejos y gloriosos campanarios.

La ruina, sin embargo, no llegó a consumarse. Hubo siempre quienes hicieron esfuerzos titánicos en medio de la desolación para sostener el edificio cuarteado.

Cataluña – es de justicia reconocerlo así – se distinguió como pocas regiones españolas en lanzar al combate hijos afortunados que llenaron de gloria a España y a la Iglesia.

En el Seminario de Vich, viejo y sombrío caserón, todas las tardes podían ver los alumnos a un joven profesor de rostro demacrado y ojos ansiosos de luz, que, terminadas sus clases, se encerraba en la Biblioteca horas y horas como un enamorado de la meditación y del silencio. Era Jaime Balmes que así se preparaba para el recio batallar de los escasos años que la Providencia quiso concederle. Los ocho últimos de su vida fueron un portento de trabajo fecundo y lleno de clarividencia.

El P. Claret – me gusta llamarle así, aún cuando la Iglesia haya puesto ya delante de su nombre la palabra más hermosa del diccionario – recorrió Cataluña entera a pie, sine baculo neque pera, descargando sobre las conciencias dormidas o disipadas el trueno de su palabra inflamada que se rompía sobre todas las vertientes como una catarata arrolladora.

Fueron ellos, cada uno con su propia fisonomía y en un orden distinto, los primeros eslabones de una cadena de esfuerzos que ya nunca se interrumpiría, encaminados a frenar los avances de la Revolución y despertar en la conciencia nacional los poderosos estímulos de un espiritualismo que tantos días de gloria nos había dado. Filósofo el primero, misionero y apostólico el segundo, preocupáronse de ilustrar el pensamiento y de mover la voluntad.

Faltaba el hombre que descendiese a la tierra llana y virgen del corazón para golpear allí con amorosa insistencia hasta hacer vibrar los puros afectos del amor y la piedad cristiana en aquel pueblo desorientado y vacilante. Así la obra sería completa y, frente a la revolución triunfante, triunfaría también en el silencio de las almas el germen renovado de una vida cristiana que muchos habían tratado de extirpar.

La Providencia quiso depararnos ese hombre extraordinario en don Enrique de Ossó, joven catedrático del Seminario de Tortosa. En sus afanes no se limitó a Cataluña, sino que tuvo presente a España entera. Ante lo difícil de su misión tuvo el acierto genial, sin duda inspirado por Dios, de no salir al combate con las armas de su exclusiva y propia personalidad. Miró a España, examinó su historia, contempló a sus Santos, y rápido como una flecha, en el momento de elegir al que de entre ellos fuese más apto para vivificar el espíritu cristiano, se dirigió a Alba de Tormes en busca de una mujer que por su cautivadora simpatía, por su exquisito amor a Dios, por su invencible fuerza de arrastre, levantaría en el seno del pueblo español, como lo había levantado en otro tiempo, oleadas incontenibles de entusiasmo.
    
Santa Teresa de Jesús obedeció a su llamada y salió del sepulcro.
Esta fue su segunda salida.
Duró tanto como la vida sacerdotal de don Enrique.

Ruego al lector que no se precipite en manifestar su disconformidad con estos juicios que voy emitiendo. La vida de este insigne sacerdote es muy desconocida. Precisamente esta es la tarea que yo me he impuesto: darla a conocer. No si para él están próximos los días de gloria. Lo que si sé, es que se han prolongado mucho tiempo los del oscurecimiento y la penumbra.

Muerto don Enrique, en su sepulcro quedó sólo una flor: la del recuerdo con que sus hijas de la Compañía de Santa Teresa renuevan constantemente su memoria.

España vivió una época muy difícil. Los sacerdotes de mi generación hemos salido al campo de batalla faltos del sosiego necesario para detenernos en aquellos caminos de la tarde, que soñara el poeta, a contemplar los ejemplos de quienes nos precedieron. Nos ha tocado respirar la atmósfera espiritual áspera y angustiada de esta sociedad de la posguerra que agoniza entre carcajadas histéricas, cuando no entre llantos y maldiciones.

En algún momento de descanso, uno mira hacia atrás y se encuentra con que antes que nosotros hubo quienes recorrieron un camino semejante y dieron maravillosas lecciones de vida.

Tal fue don Enrique de Ossó: Predicador, misionero, publicista fecundísimo, pedagogo y catequista, precursor de la Acción Católica y de los modernos apostolados, fundador de una Congregación religiosa y, sobre todo, sacerdote ejemplar adornado con tales virtudes que anonadan al que las contempla de cerca.

Yo podía haber escrito este primer capítulo más bien como un prólogo general a todo lo que después voy a narrar. Pero no. He querido que sea el primer capítulo. Precisamente el primero. Ahora vendrán los demás y empezaré a hablar de quiénes fueron sus padres, cuándo y dónde nació, cómo transcurrió su niñez, etc., etc. Pero me interesaba mucho dedicar el primero a decir lo que he dicho. Lo he titulado así: La segunda salida de Santa Teresa. También pude haber escrito estas palabras: De cómo una noche de octubre de 1840 vino al mundo Enrique de Ossó, nueva encarnación de Santa Teresa de Jesús.

Y entonces, estábamos ya dentro del más riguroso género biográfico.

AUTOR: Mons. Marcelo Gonzalez, Arzobispo de Barcelona

TOMNADO DE: Don Enrique de Ossó o la fuerza del sacerdocio