Una mártir de Auschwitz

Una mártir de Auschwitz

Este artículo apareció en  New York Times Magazine el 12 de abril de 1987, justo antes de la beatificación de Edith Stein, (Teresa Benedicta de la Cruz). La autora, una de sus sobrinas, es una escritora y poeta que vive en California.

Por Susanne M. Batzdorff

El 1 de mayo, la hermana Teresa Benedicta de la Cruz será beatificada por una vida santa que terminó con el martirio en Auschwitz. La ceremonia tendrá lugar en el Estadio Deportivo de Colonia, Alemania Occidental, y mi marido y yo, judíos y orgullosos de nuestro judaísmo, estaremos entre los invitados, junto con una veintena de nuestros familiares. Teresa Benedicta era Edith Stein, la hermana menor de mi madre.

La tía Edith, o Tante Edith, como siempre la he llamado, era sólo 19 meses más joven que mi madre, Erna, y siempre estuvieron muy unidas. Compartían el mismo dormitorio durante su adolescencia en la Alemania de principios de siglo y asistieron a las mismas escuelas hasta el primer año de universidad. Cuando mi tía se convirtió al catolicismo se lo confió en primer lugar a Erna, rogándole que le diera la noticia a su madre, entonces viuda.

Y ahora mi tía, que el 26 de enero de 1987 fue declarada venerable, dará el segundo de los tres pasos hacia una posible canonización. Y el cardenal Joseph Hoffner, de Colonia, nos ha escrito para decirnos que “estaría encantado de poder saludarnos” a mi marido, Alfred, y a mí en la ceremonia, que marcará la primera beatificación de un judío converso en los tiempos modernos.

Mientras nos preparamos para el acontecimiento, lo hacemos en medio de una controversia originada por una pregunta frecuente, planteada recientemente en octubre por James Raphael Baaden, un escritor judío estadounidense que trabaja en una biografía de Edith Stein. En una carta dirigida a la Sagrada Congregación para las Causas de los Santos, que examina los candidatos propuestos para ser beatificados y canonizados, Baaden preguntó si Edith Stein murió como lo hizo por ser judía o por ser católica. Si es por lo primero, como sostiene él, basándose en que la política nazi de matar a todos los judíos no consideraba la conversión de éstos a otras religiones, ¿cómo puede ser beatificada como mártir cristiana? En su respuesta, el reverendo Ambrogio Eszer, postulador de la causa de beatificación de Edith Stein, dijo: “Para mí está muy claro que el motivo de la acción nazi fue el odium fidei, el odio contra la Iglesia [sic]”, que es lo que se requiere para probar la autenticidad de un martirio.

Iré a Colonia, pero con sentimientos encontrados. Mis recuerdos del pasado se filtrarán en el presente de manera inevitable. Mi hermano Ernst no estará presente pues no quiere dar su aprobación implícita a un procedimiento cuyos motivos cuestiona.

Edith Stein, la última de los once hijos de mis abuelos Siegfried y Auguste Stein, nació en Breslau, Alemania (ahora Wroclaw, Polonia), el 12 de octubre de 1891. Era Yom Kippur, el día más sagrado del año judío. Mi abuela, una mujer piadosa, se alegró mucho por la coincidencia. Un año y medio más tarde, el padre de Edith murió, dejando a su madre a cargo de la crianza de los hijos y de la gestión del negocio familiar de la madera.

Edith era una niña brillante y destacaba en sus estudios. A los 19 años ingresó en la Universidad de Breslau. De allí pasó a la Universidad de Gottingen para estudiar con Edmund Husserl, el padre de la fenomenología. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, mi tía se alistó en la Cruz Roja y se convirtió en auxiliar de enfermería. Seis meses más tarde, retomó sus estudios, esta vez en la Universidad de Friburgo, adonde había ido Husserl. Allí se doctoró, con los máximos honores, y se convirtió en asistente de Husserl.

Durante sus años de estudiante, Edith estuvo espiritualmente a la deriva. Aunque mi abuela era una judía devota, sus hijos tenían poco conocimiento de los asuntos judíos. Los varones sabían algo de hebreo, lo suficiente como para ser bar mitzvah, pero las niñas casi no tenían educación judía. Por eso, cuando Edith Stein nos cuenta en su autobiografía, “La vida en una familia judía” (publicada por primera vez en Bélgica en 1965), que perdió la fe a los 15 años, debemos tener en cuenta que no fue a partir de un conocimiento profundo del judaísmo. Resulta intrigante, aunque inútil, especular sobre lo que podría haber ocurrido con su desarrollo espiritual si se hubiera dedicado a un estudio más intenso del judaísmo en lugar del catolicismo.

Tante Edith estaba rodeada de muchos profesores y compañeros de estudios que habían abandonado el judaísmo y abrazado el cristianismo, algunos para avanzar en su carrera en una época de oportunidades limitadas para los judíos; otros, como ella, por razones puramente espirituales. Los relatos publicados afirman que la lectura de la vida de Santa Teresa de Ávila impulsó a mi tía a convertirse al catolicismo, pero siempre se ha especulado entre sus biógrafos y en el seno de la familia sobre qué más pudo afectar a su decisión. ¿Una crisis personal? ¿Un desengaño amoroso? Como sea, fue bautizada como católica el día de Año Nuevo de 1922.

La recién convertida anhelaba una vida de clausura, pero sus directores espirituales se lo desaconsejaron, para evitarle más penas a su anciana madre. Mi tía cedió, y aceptó un puesto de profesora en el liceo y escuela de magisterio de Santa Magdalena, en Espira. También escribió y dio muchas conferencias sobre la educación y el papel de la mujer católica. Aunque no era una feminista militante, estaba muy a favor de que las mujeres tuvieran más opciones, tanto en la vida religiosa como en la secular.

En 1928 tradujo del inglés al alemán las cartas del cardenal John Henry Newman. Al año siguiente, publicó una comparación entre la filosofía de Tomás de Aquino y la fenomenología de Edmund Husserl. Su obra más ambiciosa, iniciada en ese periodo, fue “El ser finito y eterno”, pero no la terminó hasta 1936.

En 1932 fue nombrada profesora en la facultad del Instituto Alemán de Pedagogía Científica, en Münster, una institución a cargo de la Iglesia Católica. Sin embargo, al cabo de un año, Hitler llegó al poder y mi tía fue despedida por su origen judío. Para ella había llegado el momento de cumplir un sueño largamente acariciado: ingresar en las Carmelitas Descalzas.

Era el momento adecuado para dar este paso para ella. Pero no para su familia judía. No podía haber escogido peor momento para distanciarse de nosotros como judíos, los recién designados parias de la sociedad alemana. El plan de Hitler de eliminar de Alemania a los judíos ya se estaba aplicando. El cristianismo que Edith había elegido abrazar era, a nuestros ojos, en 1933, la religión de nuestros perseguidores. Para la abuela Stein fue el golpe más duro imaginable. Su hija Edith estaba a punto de ingresar en un claustro de Colonia, una orden contemplativa con reglas estrictas. Nunca más se le permitiría volver a visitar su casa. Y aunque podía recibir visitas, su madre, de 84 años, ya había renunciado a todo viaje, y no volvería a verla.

Tante Edith siempre ocupó un lugar especial en la familia. Era, físicamente hablando, una tía ausente, incluso antes de hacerse carmelita, pero escribía regularmente a todos sus sobrinos. A mi hermano y a mí nos gustaba leer la obra de teatro humorística que compuso para la boda de nuestros padres, y con mis primos participamos en la representación de baile que preparó para los 80 años de la abuela Stein.

Cuando venía de visita, su presencia se hacía sentir de inmediato. Como dijo mi hermano en una ocasión, traía consigo un ambiente festivo. Para nosotros no era una figura de solemnidad académica de otro mundo, sino una amiga con un delicioso sentido del humor con la que se podía contar cada año cuando nos visitaba. Hasta que se hizo monja carmelita, claro.

En el verano de 1933, poco antes de ingresar en el claustro, la tía Edith comenzó a escribir “La vida en una familia judía”, con la esperanza de mostrar a los lectores alemanes que los judíos eran personas como ellos, que estaban arraigados en el pasado alemán y eran leales a su país. Era inútil, claro, porque la ideología nazi no era amiga de la razón. Pero me alegro de que registrara esta historia familiar, porque es una declaración auténtica sobre su vida.

De su colección de libros, que permaneció en casa de la abuela, recibí un volumen en cada cumpleaños como regalo de mi tía. Todavía conservo estos recuerdos, entre los que se encuentran Geschichten vom Lieben Gott (Historias del Buen Dios) de Rainer Maria Rilke y una colección de Hans Christian Andersen. Otro recuerdo que atesoro es un mensaje que me envió el 20 de agosto de 1933, justo antes de hacerse monja. Es una cita del Salmo 27. En una época de miedo e incertidumbre, una época para mí de confusión y duda, ella había escrito:

“El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?”

La última vez que vi a mi tía fue en octubre de 1933. Yo tenía entonces 12 años. A mi hermano menor y a mí nos habían contado recientemente sobre su conversión al catolicismo. Puede que fuéramos niños, pero estábamos muy al tanto de los acontecimientos que afectaban a los judíos de Alemania. Al hacerse católica, nuestra tía había abandonado a su pueblo. Al entrar en un claustro, proclamaba al mundo exterior su deseo de desvincularse del pueblo judío. Así lo veíamos, y así se lo expresé aquella tarde de octubre en que ella y yo nos encontramos por casualidad en lo de la dentista.

Era una rara oportunidad para hablar con ella a solas. Me sentí incómoda y avergonzada porque entonces no se consideraba correcto que los niños se dirigieran a los adultos de forma desafiante. Probablemente no fui muy elocuente, y mi capacidad de persuasión podrá no haber sido impresionante. Pero lo característico de mi tía era que no se tomaba mis palabras a la ligera y no me hablaba desde una posición de superioridad.

Me escuchó muy atentamente y luego respondió que no consideraba como una traición el paso que iba a dar. Entrar en un convento no podía garantizar su seguridad, ni podía cerrar la realidad del mundo exterior. Como carmelita, dijo, seguiría siendo parte de su familia y del pueblo judío. Para ella, eso era totalmente lógico; para nosotros, sus familiares judíos, nunca pudo haber sido un argumento convincente. A pesar de nuestro amor por ella, se había abierto una brecha entre nosotros que nunca se cerraría.

Sus cartas desde el Carmelo de Colonia, aunque escritas con una caligrafía familiar, ahora estaban firmadas por “Benedicta”, lo que indica un distanciamiento deliberado de su pasado, de una identidad arraigada en el judaísmo, del nombre que le dieron sus padres judíos.

El hecho de que mi tía no sintiera que abandonaba a sus compatriotas judíos quedó patente en la carta que envió, antes de ingresar en el claustro, al Papa Pío XI, solicitando una encíclica en la que se condenara la política antisemita del Gobierno Nacional Socialista de Alemania. Debido a sus vínculos con el catolicismo y el judaísmo y a su respetada posición en los círculos académicos católicos, esperaba poder interceder y lograr un cambio drástico mediante la persuasión moral.

Su atrevimiento demostró que, efectivamente, seguía siendo leal a su familia y a su herencia judía. En una carta escrita en octubre de 1938 a la madre superiora de un convento de ursulinas en Dorsten, dice:

“No puedo evitar pensar una y otra vez en la reina Ester, que fue tomada de entre los suyos con el propósito expreso de presentarse ante el Rey para interceder por su pueblo. Yo soy una pequeña Ester muy pobre e indefensa, pero el Rey que me eligió es infinitamente grande y misericordioso”.

Su fracaso a la hora de conseguir la simpatía del Santo Padre debe haber sido una gran decepción.

Justo después de la Noche de los Cristales, el 9 de noviembre de 1938, cuando la persecución nazi a los judíos adquirió una virulencia creciente con el destrozo de las ventanas de las propiedades judías, la quema de sinagogas y las detenciones masivas, mi tía y sus superioras decidieron que sería más seguro para ella y su comunidad carmelita que fuera trasladada al extranjero. En la víspera de Año Nuevo, la llevaron a los Países Bajos y la recibieron en el Carmelo de Echt. Allí continuó escribiendo su volumen autobiográfico y comenzó a trabajar en un libro sobre la vida y obra de San Juan de la Cruz. Quedó inconcluso, porque la Gestapo se la llevó el 2 de agosto de 1942, junto con su hermana mayor Rosa. Inspirada por el ejemplo de Edith, Rosa se había convertido al catolicismo tras la muerte de su madre en 1936, y vivía como laica en las dependencias externas del claustro desde 1939. Su detención durante una redada de católicos de origen judío fue una represalia por una enérgica protesta de los obispos holandeses contra los atropellos antisemitas de las fuerzas de ocupación nazis.

No creo que Edith Stein buscara el martirio. Por un lado, están sus afirmaciones ofreciendo su vida por la iglesia, por la paz mundial, incluso por la incredulidad del pueblo judío. Por otro lado, sus acciones dan prueba de su determinación de salvar su vida y la de su hermana Rosa.

Cuando el Carmelo de Le Paquier, en el cantón suizo de Friburgo, le ofreció asilo a ella pero no a su hermana Rosa, Tante Edith lo rechazó. Este fue el único caso en el que se negó rotundamente a ser rescatada.

Desde Westerbork, el punto de escala holandés para los campos de concentración, mi tía todavía insistió, en un mensaje apresuradamente garabateado a su Madre Superiora en Echt, en que continuaran los esfuerzos en favor de ella y de Rosa. Y, por último, las desgarradoras notas que dejaba caer desde los compartimentos de los trenes de mercancías a su paso por las ciudades en las que había vivido y en las que aún se la podía recordar, dan testimonio de sus últimos y frenéticos intentos de evitar su destino, o al menos de ayudar a los futuros cronistas de estos funestos acontecimientos a seguir su último viaje. Ella y su hermana Rosa murieron en la cámara de gas en Auschwitz, probablemente el 9 de agosto de 1942. De los católicos romanos que murieron en los campos de exterminio, uno ha sido canonizado. Es el reverendo Maximiliano Kolbe, un sacerdote polaco que se ofreció como voluntario en Auschwitz para morir en lugar de otro hombre.

Estudiar sus escritos me he acercado mucho a mi tía y me ha ayudado a comprenderla. Pero quién y qué era realmente y si sacrificó su vida deliberadamente aún se me escapan. Tampoco entiendo por qué cambió de religión. Cuando los miembros de su familia, tratando de entender su conversión, le preguntaban cómo se había inclinado hacia el catolicismo, ella sonreía suavemente y decía: “Ese es mi secreto”.

Cuando terminó la guerra en Europa y mi familia, que había emigrado a los Estados Unidos en 1939, se enteró de la magnitud de los estragos que el Holocausto había causado entre nuestros parientes, mi madre se afligió profundamente por Edith, Rosa, una tercera hermana, Freida, y un hermano, Paul, todos ellos víctimas de la maquinaria de muerte nazi. Tante Edith había sido, quizás, la más cercana al corazón de mi madre, porque eran las más cercanas en edad y no sólo eran hermanas, sino también buenas amigas. Pero a los ojos de mi madre, Edith no llevaba una aureola.

Siento, al igual que mi madre, que murió en 1978, que Edith Stein fue un ser humano que logró mucho, contribuyó a la literatura filosófica y religiosa, se ganó el amor y la admiración de muchos y murió de forma horrible. Aunque era una católica que abrazó su fe elegida con alegría y devoción, al final no se separó de los que siguieron siendo judíos y fueron asesinados por serlo.

FONTE: Artículo original en inglés: A MARTYR OF AUSCHWITZ - The New York Times (nytimes.com)

TRADUCCIÓN: Francisco Albarenque
Argentina - agosto de 2021